miércoles, 24 de agosto de 2011
¿Por qué posnacional?
Los amigos me preguntan por qué digo que los gobiernos de los Kirchner han contribuido a formar un Estado posnacional.
“Posnacional” no habla de ‘una época posterior a la desaparición de la nación’, sino de una en que la nación adquiere una forma distinta a la que había adquirido con el Estado-nación (compuesta de públicos o gente, y no de clases o pueblo; formada por consumidores y no por ciudadanos; dependiente más del espectáculo que de su historia; más impulsiva-sentimental que épica-patriótica; más identificada con sus celebridades que con sus próceres; más multicultural que “crisol de razas”, etc.). En realidad, cómo es una nación posterior a la estatal-nacional es algo que se nos va aclarando a medida que se va desplegando y la vamos leyendo, del mismo modo que se nos aclara cómo es un Estado posnacional a medida que se va creando y lo vamos leyendo. Vayan unas líneas sobre el carácter estratégico de la noción de Estado posnacional.
“Posnacional” no es un concepto, una categoría que sea parte de un sistema de pensamiento estricto y coherente. No es el engranaje de una maquinaria de teoría política. Es más bien una expresión que resultó cómoda para ir reuniendo y distinguiendo todos esos rasgos, prácticas, características, acciones que se vienen desarrollando sobre todo en el ámbito estatal desde el 2003 a esta parte y que no condicen con las características clásicas de un Estado nacional.
Cuando, antes de las reuniones que motivaron este libro, comencé con las notas sobre el Estado actual, el adjetivo resultaba operativo: primero, para evitar caer en creer, de un lado, la publicidad oficial de que el Estado-nación volvía y, del otro, la opinión opositora de la posibilidad y conveniencia de restaurar una institucionalidad republicana; y, segundo, para evitar arrastrar significaciones de otras teorías políticas o de la opinión periodística que estorbaban el pensamiento situado de nuestra circunstancia. Lo que en ese entonces sencillamente queríamos decir al decir “posnacional”, era que la forma del Estado actual no era nacional y que su forma actual era la que venía cronológicamente después de la forma nacional del Estado. Cualquier palabra que aclarara que no había vuelto el Estado-nación y que no había que llorar su extinción sino situarnos en la nueva circunstancia, servía. En las próximas líneas me esclarezco el porqué.
Enriquecer el mote para convertirlo en una noción y tal vez en un concepto articulado con otros ha sido en gran parte la tarea de reflexión de las reuniones que en este libro reúno y reescribo. Señalaremos algunas características de este Estado y las articularemos a lo largo del texto. Aquí busco subrayar el carácter estratégico del término posnacional cuando la estrategia es realzar el presente, ver sus aberturas o posibles y sortear las técnicas estatales contemporáneas de cierre o contención de lo abierto.
Es, aún así, claramente un término de los que llaman concepto primitivo. Todavía bastante abierto, bastante indeterminado, que se va determinando a medida que va resultando útil para describir procesos en curso, es decir, a medida que también el Estado actual se va determinando va inventando los procedimientos necesarios para ser Estado en la sociedad contemporánea (o sea, no-nacional, con una economía posindustrial).
A fines de los ’70, “se empieza a entrever la época postindustrial, la revolución microelectrónica, el principio de la red, la proliferación de los agentes de comunicación horizontal, y, por tanto […], la crisis de los Estados Nación”.[1]
Por supuesto, que sea posindustrial una sociedad o posnacional un Estado no significa ni que deje de haber nación ni que deje de haber industria o producción en general pero sí que todas estas cosas se dan y producen de una manera diferente.[2]
Con el neoliberalismo, “el capitalismo se ha transformado en un sistema de automatismos técnico-económicos del que la política no es capaz de sustraerse.”
Ahora bien, en los años kirchneristas la política se ha mostrado bastante capaz de sustraerse a esos automatismos. Esto no significa –ni siquiera para los kirchneristas– que el Estado actual se haya independizado del capital; solo significa que no es su marioneta. Significa que el posneoliberalismo no guarda con el capital las relaciones carnales que guardaba el neoliberalismo. Esta autonomización relativa del Estado (como mostraremos) es un efecto de 2001. No es un regreso a los tiempos nacionales.
Nos parece estratégico entonces usar “posnacional”, puesto que, si el Estado nacional ha vuelto, la normativa neoliberal y la globalización, por ejemplo, no continúan en el presente.
Los hechos demuestran que sí continúan. Así por ejemplo continúan las leyes que permiten el uso de semillas transgénicas y los agrotóxicos que requieren y cuya exportación aporta las ingentes sumas que contribuyen a los superávit gemelos, pata fundamental de “el modelo” kirchnerista; lo mismo vale para la minería. Asimismo vale para la telefonía celular, la hogareña e internet, rubros también importantes en lo económico pero fundamentales para la subjetividad consumidora y su vida cotidiana.
Pero la cuestión no termina ahí sino que apenas empieza, y continúa por las cuestiones políticas, pues, si volvió el Estado-nación, entonces vuelve la lucha por la toma del poder y la lógica del enfrentamiento, esto es, vuelve la centralidad social, política y cultural del Estado, lo cual desmienten tanto las dinámicas culturales como las políticas. Desarrollamos estas dinámicas en la reunión, pero por lo pronto diremos que los movimientos sociales de estos años se han mostrado más implicados, no en una dinámica clásica schmittiana –y también peronista y también guevarista– de amigo/enemigo como eje de su política sino en una dinámica que yo caracterizaría como de amigo/indiferentes, una dinámica en la que hay politización cuando la indiferencia social general en que vivimos los consumidores troca en cooperación alrededor de un problema común y crea un espacio común, un espacio público no-estatal. Esta creación puede partir de una lucha-contra, pero no depende esencial o lógicamente de la enemistad y el antagonismo. En el campo de lo político, entonces, el poder del Estado no tiene centralidad.
Desde el punto de vista cultural, vemos que las campañas publicitarias, las historias mediáticas, las redes virtuales y demás tienen al menos tanto (en general, más) poder de formación de subjetividad como tiene el Estado a través de sus aparatos. Por lo demás, si el poder del Estado fuera central, el gobierno no se sentiría destituible como evidencia cada vez que denuncia que un opositor es destituyente. Incluso, hay unos singulares agentes del Estado actual llaman “tiempos a-estatales” a los actuales, en tanto y en cuanto el Estado ha perdido la centralidad propia del Estado-nación pues han “disminuido las capacidades estatales para incidir en la construcción subjetiva de sus funcionarios y agentes [y de] los ciudadanos en general.”[3]
Si hubiera vuelto el Estado-nación, la lucha política se hubiera vuelto binaria y giraría alrededor de un eje. Todas las prácticas que acabo de mencionar muestran que no hay tal eje.[4]
Pero lo más importante, lo que le da carácter más estratégico a “posnacional” no pasa tanto por los hechos que desmienten ese cliché publicitario oficialista sino por los aprendizajes que el cliché impide, o mejor dicho, por las potencias que el cliché invisibiliza, pues, si volvió el Estado-nación, si estamos retomando la historia por el punto en que la interceptaron la Dictadura y el neoliberalismo, entonces estamos retomando la senda abandonada en el ’76 y no aprendimos nada entre el ’76 y el 2003, no desarrollamos ninguna capacidad en esos años. La experiencia que va de las Madres de Plaza de Mayo a las asambleas de 2001 y los movimientos colectivos autónomos de 2011, la experiencia infrapolítica o ‘dosmilunera’, la experiencia de lo político no-representable, queda anulada, cancelada y deja de ser capitalizable por la esfera de lo político, por los colectivos autónomos existentes o por venir. “Posnacional” contribuye a hacer la experiencia de una autonomía política distinta a la de tiempos nacionales, así como a calibrar sus efectos y sentir su potencia.
Cancelar la experiencia infrapolítica significa cancelar la capitalización de la potencia de que podemos pensar lo común a distancia del Estado. A distancia: esto es, no fuera del Estado sino entremezclada con él, pero no confundida ni centrada en él, no pivotando a su alrededor como si fuera el eje de todo, tomándolo como instrumento de la construcción, un instrumento demasiado poderoso para evitarlo pero no como fundamento de la subjetividad, negociando con él desconfiando de él.
La publicidad de que volvió el Estado-nación (o de que está volviendo progresivamente, paso a paso, obstáculo a obstáculo) pretende que cancela los daños provocados por Dictadura y neoliberalismo y cancela así, también, el aprendizaje de lo que podemos hacer cuando Dictadura y neoliberalismo han ocurrido y han dejado ya un efecto irreversible en la sociedad y en nosotros. La gran creación kirchnerista es la de incorporar al arreglo estatal los elementos más visibles del aprendizaje infrapolítico (por ejemplo, el reconocimiento del derecho de los trabajadores de una empresa quebrada a autogestionarla si se organizan como cooperativa o la adopción de una política de derechos humanos como política de Estado) con la imagen de que son restauración de lo estatal–nacional, la imagen de que son una una vuelta al punto del camino en el que Dictadura y neoliberalismo nos hicieron perder el camino, los compañeros, los sueños, etc. Se los incorpora porque no son cancelables pero se los incorpora como si fueran miembros del cuerpo desaparecido por Dictadura y neoliberalismo. Si volvió el Estado-nación, entonces no llegó la infrapolítica después de que el Estado-nación se fue. Si volvió el Estado-nación se anula la potencia de lo político y se anula también la impotencia de la política institucional, a la vez que se le devuelve o se le genera poder. Un poder estatal que la mayoría hoy celebra y que es la transformación, el reencauzamiento de la energía infrapolítica que explotó en 2001.
En breve, es estratégico desmentir que volvió el Estado-nación porque, si volvió, se cierra lo abierto, se reducen los posibles, lo político no existe y los nosotros no podemos politizar ningún problema común.
En otras palabras, la publicitación del Estado contemporáneo como poderoso tiene como condición la publicitación de la experiencia infrapolítica como impotente. Por esto el kirchnerismo presenta, tanto como los medios, una imagen descafeinada de 2001, inocua, rutilante (el espectáculo-catástrofe tiene siempre muy buen rating, pero no produce sino víctimas y espectadores: impotencia). La publicidad kirchnerista y las cataratas mediáticas nos ponen, retroactivamente, como expectando que volviera un Estado fuerte y protector que evitara catástrofes neoliberales y terrores dictatoriales, que en la práctica nos deja complacidos con el eclipse de la autonomía dosmilunera.
¿Quiere todo esto decir que debemos añorar 2001 para zafar de la estética catastrofista kirchnerista-mediática? ¿Quiere todo esto decir que 2001 debe repetirse? Nada de eso. 2001 no volverá. Si decimos que el fantasma de 2001 merodea o que se inmiscuye en las hendijas del armado ordenador posnacional, es porque aún no tenemos otro nombre para eso, es porque nuestra imaginación no acierta a ir más allá de lo que la imaginalización mediática y oficial performan. Ocurre que solamente la exploración colectiva de las aberturas, y el hallazgo de las potencias que en esos espacios tenemos, potencian la imaginación de los colectivos autónomos. En otras palabras, la consigna no es 'luche y vuelve'; la consigna es ‘abramos e imaginemos'.
[1] F. Berardi, Generación post-alfa. Patologías e imaginarios en el semiocapitalismo, Tinta Limón, Buenos Aires, 2007, p. 35.
[2] Parte de las tareas que tenemos por delante es pensar cómo es una nación o una industria que no se articulan de modo estatal-nacional con el resto de los elementos sociales: una industria que no produce la subjetividad “productor”, arquetípica de la nación, ínsita en la subjetividad “ciudadano”.
[3] S. Abad y M. Cantarelli, Habitar el Estado. Pensamiento estatal en tiempos a-estatales, Buenos Aires, Hydra, 2010, p. 19.
[4] Es cierto que el flujo de opinión kirchnerista y antikirchnerista se empeñan en hacer aparecer un eje, pero, como veremos, esa es una imagen que sobreimprimen a una realidad mucho más rica y potente.
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