Por ArielPennisi
“Entregar a alguien, sin
reservas, la cosa pública y conservar la libertad, es totalmente imposible, y
es una locura querer evitar un mal ligero con un mal muy grande”
Baruch de Spinoza
“Meter las manos, ésta es la verdadera democracia...”
Toni Negri
1.
Tenemos
la impresión de que las pasiones se reparten en la República de un modo
sospechosamente claro. Definición de un semblante (firmeza, sentimientos a flor
de piel, frialdad, serenidad) para el ejecutivo, fogosidad discursiva y cintura
entre diplomática y futbolística para el parlamento e imparcialidad, casi
desapasionamiento para la justicia. Curiosamente, el periodismo, denominado en
otro momento cuarto poder, busca su mímesis efímera con la justicia y crea la
imparcialidad como eslogan, entre imágenes de la desolación y cuentos de hadas
para crédulos.
Un
hombre de la República, Gherardo Colombo, sostiene que la democracia directa es
imposible a gran escala, que su único momento verdadero en la historia estuvo
ligado a comunidades muy pequeñas, hoy sólo imaginables como consorcios de
edificios. Sin embargo, en nuestra época, nuestro mundo vuelto globo, nuestro
globo vuelto un pañuelo por las nuevas tecnologías, presenta unas condiciones
que desmienten la excusa de la escala, aceptable en tiempos de Weber –quien
pensaba algo parecido sobre la burocracia como mal necesario–, pero
cuestionable a estas alturas. Además, un consorcio de edificio reproduce
distancias inimaginables entre las personas, que generalmente se conocen por
mediación de sus peores miserias. Colombo sostiene, entonces, que “es realmente
impensable que centenares de miles o millones de personas puedan, todas juntas,
administrar la sociedad o desempeñar la función judicial. Es necesario en estos
casos, encomendar a alguien que actúe en nombre de todos.”[1]
Bien, es justamente a partir de eso impensable para el demócrata de Estado,
para quien desde su honestidad intelectual y su experiencia como funcionario
público escribió esta suerte de manual de la buena república, que nos interesa
problematizar la vida en común, más allá de la escala administrativa, de la
moral individual y de la utopía liberal, pero también, más allá del –mejor
valorado por nosotros– remedo estatista latinoamericano.
Colombo
formó parte, como magistrado del Tribunal de Justicia, del proceso de purga
institucional que tuvo lugar en Italia en 1992, conocido con el nombre de Mani pulite (Manos limpias). Ese hecho,
sin dudas ponderable en los términos tradicionales de un sistema representativo,
es la imagen de una de las fantasías típicas del ciudadano de a pie cada vez
que se habla de corrupción. “Qué alguien haga algo”, es el dicho que circula
entre la credulidad y el desgano. Pero aparte de tratarse de un enunciado de
cierto sentido común democrático, es un tipo de enunciación que explicita la
distancia insalvable entre gobernantes y gobernados. Habla ciegamente desde esa
lejanía, extraña mezcla de comodidad y resignación (suponiendo que la
resignación es algo incómoda). El Mani
pulite realizó el anhelo del ciudadano bienpensante, le tiró la oreja al
fatalista, reanimó el espíritu republicano. Pero solo dos años después Silvio
Berlusconi ingresó por la puerta grande a la política italiana como Presidente
del Consejo de Ministros y preparó el terreno para gobernar durante un período
importante. Es decir, Italia retomó la senda de la corrupción y la
arbitrariedad política atada a intereses de grandes grupos económicos. Ahora
bien, más allá de contener los gobiernos del empresario elementos culturales
fascistas y mafiosos, o sea, más o menos tradicionales, su especificidad
consistió en encarnar localmente algo que filósofo Franco Berardi llama “semiocapitalismo”
(“porque la mercancía general es una mercancía semiótica y porque el proceso de
producción implica directamente la comunicación y la producción de signos”). De
modo que si “la simulación deviene elemento decisivo en la determinación del
valor”, la opresión de la disidencia pasa a ser un problema viejo, ya que el gobierno
de Berlusconi, en tanto régimen de simulación (no de ocultamiento, sino de
creación, reproducción y alteración de signos y códigos) se basó “en la
proliferación de la cháchara, en la irrelevancia de la opinión y del discurso y
en la banalización y en la ridiculización del pensamiento, la disidencia y la
crítica.”[2]
La
indignación del “honestismo” frente al berlusconismo y los mecanismos
republicanos que supuestamente habían revalidado su legitimidad tras la mega
purga de la corrupción estatal, mostraron toda su ineficacia durante el intenso
período neoliberal. La idealización de los sistemas normativos convive con el
descompromiso respecto de la vida colectiva en general y de la esfera pública
en particular. Está claro que la democracia como sistema de división de poderes
en sí mismo, tuerta ante las configuraciones económicas, los regímenes de
signos y las formas de vida, se vuelve automáticamente una declamación moral
cómplice con las formas de dominación y desubjetivación vigentes. La definición de la solidaridad como “actitud
espontánea o acreditada” (Colombo) abandona la política al campo de las
intenciones individuales, eso que la lengua corriente llama “expresión de
deseo”, justamente lo contrario del deseo como expresión. Para el republicano
liberal los deseos populares deben sujetarse a la tutela moral de la buena
forma democrática que oficiaría como límite del pueblo mismo. ¿Pero no es,
desde este punto de vista, el pueblo figurado como una suerte de horda
descontrolada e irremediablemente dañina? En nuestro país cierto imaginario
antiperonista bien daría cuenta de esa percepción. Por su parte, Castoriadis se
refiere a la democracia como “régimen de autolimitación”, es decir, que no es
el pueblo pasible del límite moralmente necesario, sino autolimitada la forma
de gobierno democrática ante la posibilidad de la concentración del poder en
pocas manos. Digamos que el pueblo o la multitud (confundiendo deliberadamente
dos términos tensos entre sí) despliegan su inteligencia común entre el
autogobierno y el gobierno autolimitado. Tal vez sea ese el desplazamiento que
buscamos para interrogarnos sobre la relación entre decisión y pasiones, es
decir, sobre la pasión democrática.
2.
Jean-Luc Nancy[3] dice que el ’68 fue el primer
surgimiento de la exigencia de “reinvención” de la democracia en Europa, fuera
de las comparaciones –siempre rentables a los gobiernos– con los
totalitarismos. Es decir, fue paradójicamente el momento más crítico a la
construcción democrática y, simultáneamente, la situación propicia para el
despliegue de un pensamiento político capaz de redefinir y forzar a la
democracia en un sentido liberador.
Tratamos con la ambivalencia de nuestras
propias fuerzas, con la oscilación entre nuestra propia servidumbre voluntaria
y nuestros deseos más o menos informes de emancipación. Un supuesto sujeto
(soberano) que nos daría garantías, es una configuración hoy tan efímera como
un proceso de subjetivación concreto que se agota con el dispositivo que lo
disparó. ¿Existe la posibilidad entonces de confluir los distintos procesos de
subjetivación y estilos de vida, sin perder su condición heterogénea, en
acuerdos de convivencia capaces de potenciarlos? Con una condición: no es
posible pensar en términos de acuerdo, sin hacer pasar la dimensión productiva
y dinámica de los encuentros. Lo Común impone una lógica paradojal: somos en
común y estamos llamados a ser en común, como si no lo fuéramos. De lo Común a
lo común, de la mayúscula ontológica (axioma) a la minúscula singular, ya que
hay tantas formas de hacer lo común como modos de subjetivación y cooperación.
La posibilidad cierta de ser con otros
depende de la producción de formas e instancias capaces de reinventar lazos sin
negar la incerteza inevitable y constitutiva de las relaciones humanas. Las
formas que asumen los modos de reinvención son del orden del desafío, dependen
de situaciones antes que de fórmulas: ¿cómo beneficiarse de la institución de
prácticas que potencian lo común, sin transformar en coágulo la vitalidad
inicial? La pregunta hubiera sonado ingenua a un Foucault que descartaba de
antemano cualquier postulación de un sistema o esquema emancipatorio. En el
otro extremo, son las reacciones como conjuras reactivas o exorcismos fanáticos
las que en el mismo acto de demonización de la incerteza edifican la
posibilidad de pseudo-certezas opresivas, cuando no cínicas o incluso
nihilistas. En el nivel de los deseos y las pasiones, la democracia se resuelve
desde la tensión entre unas alegrías posibles que incorporan la incerteza en su
movimiento y unas certezas tristes que vacían toda posibilidad de apuesta.
La cuestión democrática es la de un
riesgo fundamental. Pero no riesgo del “caos” social conjurado por Hobbes, gran
antecedente moderno del llamado al orden, sino riesgo de una democracia que se
auto autoriza. Es el riesgo de una apuesta vital, la incertidumbre de cualquier
encuentro, esa dimensión que permanece inquietante aun al interior de todo acto
de cooperación. ¿No gobiernan los gobernantes a través del gobierno de una
suerte de principio de realidad política, es decir, de la potestad de decidir
dónde está y cómo se regula el “poder real” y el oficio de calcular el “mal
menor”? Karl Kraus fue lapidario al respecto: “La democracia significa poder
ser esclavo de cualquiera”.[4]
El funcionario medio de las democracias
contemporáneas aparece como un técnico de males menores. Extraña combinación
entre la imaginería burocrática y una lógica de la compensación cuando no de la
caridad. La democracia se presenta como una superposición de gestiones. Los
“técnicos”, tanto funcionarios como actores paralelos, gestionan “lo que hay”,
es decir, una realidad producida como imagen por sus propias necesidades de
gobierno (la predeterminación de alcances y límites del accionar político). En
Argentina, las carteras gubernamentales se reparten entre técnicos y
“zanateros” que, en realidad, son técnicos del espectáculo mediático, mezcla de
pedagogos y presentadores televisivos. Los funcionarios se posan frente a la
cámara como debajo de un arco de fútbol para atajar demandas insospechadas. Es
que para cierta imagen contemporánea, la Sociedad es una suerte de cuerpo
ilimitadamente demandante, mientras la política cumple el ingrato rol de
proporcionar soluciones. Y como semejante tarea es tácitamente considerada
insalubre (como cuando se habla de trabajo de riesgo para el caso de los
gremios petroleros, mineros o incluso de transportes como el subterráneo), los
políticos profesionales tendrían derecho a su recompensa, es decir, abultados
ingresos y vía libre para participar de negocios utilizando su posición de
privilegio. Así, la Sociedad, esa señora quejosa, un poco fascista, se siente
en todo su derecho de impugnar moralmente por igual a pequeños ladronzuelos y a
funcionarios públicos. Pero permanece incuestionado el problema central: la
Sociedad quiere seguir gozando de sí misma de manera ilimitada, sin afrontar
los desajustes y desabarrancos propiciados por el capital vuelto financiarización
de la vida, ni asumir el lugar de la pregunta por la potencia de lo común. No
se dispone mínimamente a un tipo de imaginación que le habilite una posición
menos reactiva. Quiere que los técnicos se ocupen de las respuestas a preguntas
que nunca se hizo como Sociedad. Si la tensión multitud-pueblo podría sostener
ensayos de salidas transformadoras, el fatídico humor de la clase media es la
encarnación de la imposibilidad de autogobernarse.
3.
El hacer y organizarse en común o las
figuras posibles del autogobierno tampoco son garantía de un “buen vivir”, pero
al menos tuercen el camino de la delegación, es decir, de la exposición a la
voluntad de dominio, por aquel otro del deseo, es decir, de la exposición a los
propios tropezones o, más existencialmente hablando, a la propia falla. Es tal
vez ese el lugar de lo irrenunciable, el de la falla constitutiva de un bicho
incómodamente humano. La
democracia no es la pregunta por el mejor líder o la respuesta de la vanguardia
del momento, sino la intentona de potenciar, desde la frágil condición del dêmos, las
capacidades del Común. Delegar es la
ilusión de vivir sin la falla, suponiendo acreditar en un sistema de
repartición cuantitativo, una representación omnicomprensiva. Los discursos de
campaña (y hoy día los políticos viven en campaña) son ilustrativos al
respecto: altisonantes, grandilocuentes, lo más lejos posible del registro
interrogativo. El desafío del cualquiera –y por ello de la democracia– pasa por
asumir la paradoja de lo común y lo inconmensurable y jugarse en el acto y el
gesto el propio recorrido ético-político. Podemos imaginar una democracia radicalizada como el máximo de
expresión que compone lo común y lo singular, es decir el régimen que vuelve
pensable la relación entre lo inconmensurable de los sujetos y lo mensurable de
la organización. Y, sin embargo, no puede tratarse de una forma a priori, ya
que ningún dispositivo razonado de antemano garantiza la vida democrática.
La complejidad de las rupturas con
regímenes de poder no pasa por la instauración de nuevos edificios jerárquicos,
sino por el hecho de que, por definición, no sabemos qué hacer. Es decir, algo
sabemos y algo no sabemos. Pero fundamentalmente, no contamos con una medida
cierta entre ese saber y ese no saber. El lugar de esa falta de medida es, en
algún sentido, el lugar del excedente o, para decirlo nietzscheanamente, de la
voluntad de poder cuyas dos tendencias fundamentales son la voluntad de dominio
y la capacidad de invención de formas de vida. Es, entonces, el lugar de la creación y el simulacro. O bien
se orquestan nuevos modos de domino: ficciones totalizantes, gobierno por parte
de principios exteriores; o bien se inventan modos de vida: ficciones útiles,
gobierno inmanente desde la potencia siempre aun no del todo conocida.
Los registros amorosos, amistosos,
urbanísticos, laborales… lo cotidiano mismo como imagen amorfa de los trayectos
vitales, se dan existencia en el espacio de sentido operado políticamente como
un modo de “vivir juntos”. El tener lugar de la vida colectiva en su diversidad
de matices y registros es lo político a distancia del poder. En ese sentido,
politizar una vida no significa acercarla a la lógica de partidos o a los modos
de la representación, sino sostener y reinventar desde las propias prácticas y
la apertura a las mezclas venideras, el tener lugar colectivo de las vidas
(partidos incluidos).
Más allá de la utilidad de figuras
contenedoras, disponibles al común como herramientas unas veces y contrapoder otras,
la identidad como principio de homologación entre pueblo y gobierno es un riego
inherente a todo proceso político, al menos desde que la modernidad manda. En
realidad, Pueblo, Rey, República e incluso Democracia –siempre que se opere su
“autofiguración” como causa exterior–, expresan en la mayúscula su torpe
cristalización, origen de todo tipo de sutilezas cínicas. La renuncia a la
identificación no quita los procesos de subjetivación mediante los cuales se
deviene algo o alguien en el marco de unas situaciones colectivas
institucionales que mantienen su coeficiente de apertura y su posibilidad
permanente de mezcla. El peligro pasa por la desactivación de las libertades y
la cristalización del comando. La astucia democrática gozaría de salud, en
tanto y en cuanto habilite anticuerpos a su propia tendencia totalizante. Pensar
el anticuerpo es una tarea política.
Por eso, democratizar no tiene nada que
ver con “partidizar” instancias institucionales, ya que lo partidario no quita
lo corporativo. De hecho, en nuestro país, a la justicia vuelta corporativa, a
los colegios de abogados, fuerzas policiales, medios periodísticos y grupos
productivos y económicos (desde la UIA hasta AEA), habría que agregar la
corporación de los representantes, compuesta de un funcionariado reciclable que
se ofrece, según soplan los tiempos, como negociador entre el capital –hoy
financieramente determinado– y las fuerzas productivas, inventivas y energías
sociales.
4.
La polis
no es un lugar donde se realice la política, sino desde donde la política habilita el despliegue de las potencias
singulares. Habilitar y habitar son las variables fundamentales del lugar como
punto de partida y de la partida como lugar del sentido. Sin embargo, desde no es un origen, sino un punto de
encuentro para la preocupación que abre una posibilidad vital o que elabora una
problemática en curso. En ese sentido, la democracia aparece como espacio de
escucha, caja de resonancia y voluntad de composición (antes que de
armonización). La exigencia primera, si la hubiera, pasaría por ejercitarse en
la escucha. Es decir que la polis no
es una escala, sino un modo de disponerse los cuerpos.
En términos
modernos, la remisión a las pasiones se intensifica. Podríamos decir que no se
trata de la democracia como sistema de regulación de hombres lobos de los
hombres, sino de la democracia como configuración colectiva –nuevamente,
régimen de autolimitación”– que, en el mejor de los casos, no echa a perder la
capacidad de los cuerpos de hacerse una vida con los otros. Es decir, un
sistema de gobierno, una forma de
organización que no arruine la potencia. Aunque si el punto de partida es la
obediencia por sobrevuelo del miedo, si la única fórmula es la defensiva o la
única relación es la competitiva, queda desplazado el problema de la potencia.
Por eso una democracia absoluta no se funda en absolutos, sino en el conjunto
de capacidades comunes y en los procesos de formación que alcanzan en virtud de
su potencia.
5.
En uno de sus trabajos de intervención,
Jacques Rancière propone una tesis inquietante, según la cual al interior mismo
de las formas de gobierno democrático, una vez saldada la necesaria refutación
de los totalitarismos, el principal enemigo, desde el punto de vista de los
comandos, son las formas de vida que reinventan la democracia y la ensanchan
desde la heterogeneidad de unas prácticas. Así, “El buen gobierno democrático
es aquel que es capaz de controlar un mal cuyo simple nombre es ‘vida
democrática’.” [5] Por su parte, Jean-Claude Milner llama
“violencia lógica” al hecho democrático de que la mayoría valga por el todo
(“¿no hay aquí una variante del derecho del más fuerte?”). Una vez juzgadas y
descartadas las dictaduras, el voto absorbido como una buena forma social corre
el riesgo de permanecer separado de la acción política.
Nos encontramos en una encerrona local
cada vez que la discusión democrática se reduce a una rencilla entre la
voracidad de un Estado gestionario que desconoce el dêmos y la impugnación opositora desde una suerte de moral de las
formas (como ocurre con el reclamo de “mayor institucionalidad”). En ambos
casos es el protagonismo de los actores irreductibles a la representación lo
que permanece tachado. El dêmos
ocuparía entonces el lugar de la indeterminación democrática, el punto que se
resiste a la plena identificación y que al abrir un problema, mediante un
conflicto social o una pregunta incontestable por el poder, vuelve democrático
el escenario, reorienta el paisaje perceptivo. Es decir, cambia el ángulo de la
mirada no sólo por volverse supuestamente visible para los otros según el
régimen de visibilidad dominante, sino porque inventa incluso un modo de
visibilidad, alterando, en ese sentido, el panorama sensible.
La igualdad no es identitaria, no es
igual a sí misma. La igualdad es presupuesto (en ese sentido es axiomática) y
apuesta (en ese sentido supone grados de indeterminación). Es una afirmación
que llama a su verificación según la singularidad del caso. Es, al mismo
tiempo, un instante de resistencia a los poderes y un llamado a la decisión
sobre la propia vida. “La distancia de la igualdad con respecto a sí misma” es
lo que la vuelve política, el punto en que no puede quedar identificada a una
parte ni a un todo (de lo contrario deberíamos dar crédito al sarcasmo popular
que dice que “algunos son más iguales que otros”). No existen los iguales, porque la igualdad no es
predicable, sino sólo verificable en la medida en que pueda singularizarse, es
decir, practicarse de manera irrestricta. La “ficción útil”, en términos
políticos, es el conglomerado expresivo que hace de soporte de las libertades,
en la medida en que hace como si éstas fueran reductibles a las formas en que
se sustentan, para conservar, justamente, su irreductibilidad, su carácter no
negociable.
6.
¿De qué manera las experiencias
colectivas singulares logran instituir sus prácticas como nuevas instituciones democráticas? ¿Qué hace o qué producen como
sentido las fábricas recuperadas, los bachilleratos populares, la autogestión
en la construcción de viviendas, los emprendimientos de la denominada economía
social, las instancias de regionalización y socialización de la cultura o las
organizaciones de trabajadores que, desde una nueva sociabilidad, exceden la
demanda salarial? Aun estas formas, una vez nombradas como indicadores de un
concepto general, empaquetadas para su uso como ejemplos, se vuelven algo
inmóviles. Las sensibilidades existentes que unas veces dispersas y otras
contenidas en encuentros fecundos cooperan en la construcción de decisiones
sobre la propia vida o en la reflexión sobre problemas comunes no responden a
una forma previa, pero actúan según marcos y condiciones de posibilidad
materiales. No es necesario buscar en un “más allá” revolucionario, ni
conveniente conformarse con las concesiones de la macroeconomía. “El proceso
democrático consiste en esa puesta en juego perpetua, en esa invención de
formas de subjetivación y de casos de verificación que contrarían la perpetua
privatización de la vida pública.”[6]
¿Pero cómo queda hoy la relación entre
vida pública y Estado? En términos de Ignacio Lewkowicz, las condiciones
fluidas no organizan per se una forma
de dominación, sino que más bien tienden a destituir las situaciones que se
autoafirman y pretenden conservar para sí lo que ponen en juego como energía
productiva. En ese sentido, ni las retóricas rupturistas, ni las vocaciones
reformistas encuentran carnadura. El mercado no es un actor a la par y
antagónico del Estado, sino el capital un modo de fluir imprevisible, un medio
de vida sin mayor fundamento que su conexión o desconexión con lo que lo
alimenta o lo obstaculiza, o simplemente no le interesa. El Estado, grite,
chille o se ausente, sólo tiene margen para la gestión de lo que no decide y de
lo que tampoco puede prever. Más allá de reconocer las diferencias entre un Estado
de corte neoliberal y otro de corte social, mejor apoyado en fuerzas populares,
la vida de los pueblos cada vez más tiende a ser devuelta a una suerte de
precariedad como único zócalo de experiencia, un a priori que es mínimo existencial, antes que dato conformado y
confirmado. De ese modo, la organización a baja escala y las afinidades
electivas, en forma de redes, proyectos comunes, situaciones de reflexión
compartidas, son gestos de consistencia, movimiento de autoafirmación. En este
contexto, la democracia aparece como un campo de superposiciones, de prácticas
que conviven incómodamente, tanto por sus diferencias lógicas, como por sus
epistemologías implícitas y sus modos de sentir. La democracia no se puede dar
ya en un sentido de cohesión, sino más bien como imagen paradójica de
convivencia.
Si el mercado sale victorioso en nuestra
época ello no se debe a su capacidad para desplazar al Estado. Más allá del
cacareo político, el mercado se impone por la velocidad del capital, es decir,
llega siempre antes que el Estado. Al punto que los hechos típicamente cívicos
son vividos a ritmo financiero, con humor mediático y mentalidad de consumidor
(que no equivale a ciudadano que consume). En nuestro país, en buena medida, el
andamiaje de la asistencia social alimenta mercados paralelos que implican
consumo y endeudamiento en el límite mismo de las necesidades básicas. De ahí
que la desaceleración o la generación de condiciones de consistencia capaces de
resistir la acción disolutiva del capital, son modos de subjetivación que se
dan una discusión en torno a las reglas del capital transversalmente a la
división clasista.
El Estado, la ley, dejan de ser –con su
rol igualador a cuestas– el límite a la condición fluida de reproducción de la
vida. Tampoco puede decirse que el Estado cumpla eficazmente el rol de mediador
entre trabajo y capital, ya que, más allá de la colectivización de un mínimo de
las rentas extraordinarias y el control sobre la fuga de divisas y otras formas
de desestabilización, el Estado mismo, unas veces llega tarde y otras funciona
como un empleador en condiciones laborales flexibles o como una empresa más,
como un dueño. Tal vez ni siquiera podamos seguir pensando en términos de
ponerle límites al capital (análogamente a como pensábamos los límites al
Estado). Quién dice resulte más productivo discutir los modos de valorización y
los puntos estratégicos de los que el capital se nutre.
7.
¿Es el acto electoral la realidad última
de la democracia? ¿Son los sondeos de opinión y las encuestas preelectorales la
medida de un pensamiento colectivo? ¿Cuál es el supuesto sujeto de esos
dispositivos? ¿No se trata acaso de autoridades vagas de nuestro tiempo, modos
de legitimación inevitablemente exteriores a los deseos e interrogantes
comunes? La democracia reducida a la encuestología es, entre otras cosas, el
peligro de transformar en mandato la negligencia del encuestado (no como
persona, sino como posición subjetiva). La respuesta dada desde una mezcla de
apuro y desinterés, cuando no de reacción, se transforma, una vez procesada por
los dueños de las preguntas, en un tipo de verdad hecha de la identificación
inmediata entre opinión y soberanía popular. Al final, el encuestado acepta
como autoridad eso que salió de sí mismo como desinterés. Así, la negligencia
del uno a uno vuelve como ciencia del todo –un “todo” hecho de individuos en tanto
que individuos separados– que no es otra cosa que el dominio de la opinión
pública.
Los sondeos aciertan siempre en un punto
que es previo a la respuesta por “sí” o por “no”, por “éste” o “aquel”. Los
sondeos son el término predominante en la construcción misma del problema o
supuesto problema que se resuelve en forma de simples preguntas combinadas de
determinada manera. De ese modo se aseguran, como mínimo, respuestas
afirmativas o negativas, preferencias sobre tal o cual tema o candidato. Se
aseguran un determinado reparto de la escena. Del mismo modo, las agendas que
toman la semana televisiva como unidad de medida de lo que la mayoría discute,
condicionan las cercanías y rechazos. En nuestro país, un gobierno que disputa
la marcación de la agenda con un grupo mediático y lo hace desde otro
conglomerado que hace las veces de grupo mediático de signo contrario (la
revista Barcelona titula una de sus tapas: “A dos Corpos”), confirma el
procedimiento y, por lo tanto, el contenido inherente a la forma.
El sondeo se presenta como el vínculo de
la sociedad consigo misma, un vínculo especular e identitario. Se trata de una
sociedad sin restos. En todo caso, se hablará de crisis o incluso de
catástrofes, de batallas de intereses o direcciones políticas antagónicas; pero
siempre en torno a la sociedad total como parámetro. Por eso los discursos de
funcionarios y candidatos –y fundamentalmente de mandatarios– son de una
prepotencia constitutiva, y ante la más mínima insinuación crítica o situación
adversa la reacción va de la ironía lacerante y descalificadora a la teoría
conspirativa de bolsillo.
El eslogan de Frente para la Victoria en
la campaña electoral de 2007 rezaba “Sabemos lo que falta, sabemos cómo hacerlo.
Cristina, Cobos y vos”. El lugar de “lo que falta” está asignado dentro de un
pleno de saber, por lo tanto ni siquiera se puede decir que se trate de una
falta. Todo es cuestión de tiempo –léase permanencia en el poder de la parte
gobernante– en la línea evolutiva de la narración surgida desde el marketing
político. Y si no hay falta o la falta es una suerte de zanahoria invertida,
mucho menos habría lugar para dudas o fisuras de un saber que se presenta como
capacidad omnisciente. No hay lugar en el discurso posdemocrático (según la
expresión de Rancière) para la potencia de un problema: “Y todo problema puede
reducirse a la mera falta –al mero retardo– de los medios de su solución.”[7].
8.
El voto mantiene algunos de los rasgos de
la encuesta, pero supone una densidad mayor, ya que entra en juego el balance
de la situación económica y laboral de cada quien, entre otras variables. Para
el caso latinoamericano, nos preguntamos en qué medida ciertas orientaciones,
políticas de gobierno y enunciados que valoramos y consideramos importantes emergentes
de un proceso social vasto y heterogéneo, se sostienen desde la materialidad de
los procesos mismos, o hasta qué punto nos conformamos con una suerte de statu quo “progresista”, mezcla de mala
conciencia y posibilismo político. Este interrogante no tiene sentido como
juicio hacia las personas ni como evaluación desde el deber ser de un
“verdadero” cambio. Sólo llama la atención sobre la comodidad que supone la
adhesión a un cambio de signo político en la región, descuidando nuevas
problemáticas y desafíos tanto o más complejos como los de décadas anteriores.
Un desafío importante pasa por la democratización de las decisiones en torno a
la vida en común. ¿Cómo acortar esa distancia entre experiencia
singular-colectiva y decisión política tan mediada por graves conflictos de
intereses? ¿Cómo seguir investigando en la dirección de un protagonismo social
más allá del gusto o no por un gobierno o una supuesta orientación general o
más allá, incluso, del temor a cambios regresivos?
Desde cierto
sentido común que podríamos llamar hobbesiano –no por tratarse de una lectura
atenta del pensamiento de Hobbes, sino por operar según sus sedimentos
mezclados en nuestros reflejos pseudopolíticos cotidianos– se percibe que la
posibilidad del caos o, menos dramáticamente, la desorganización, justifica
formas de gobierno capaces de mantener cierto orden y cohesión (derecha) o de
entusiasmar en un sentido identitario, aunque no del todo, y triunfalista,
aunque no siempre (nacionalismo popular). El temor de los hombres a su lobo
interior, que podría aparecer, exteriorizarse, ante la ausencia de autoridad
para unos o de referente carismático para otros, coincide con el vértigo del
vacío institucional. Así, delegación del poder de decidir se vuelve la mejor
opción en una negociación de los pueblos con sus propios fantasmas. Claro que
hay sectores para los cuales el orden y la cohesión forzada representan el
mantenimiento de su tranquilidad, es decir, su posición socioeconómica y
progreso individual, mientras que para otros el Estado –que no es ya punta de
lanza de la subjetividad dominante– o un
gobierno con capacidad de referente, significa el mantenimiento de un piso
menos movedizo y, en ese sentido, una percepción más prometedora en relación al
propio proyecto vital.
Por otra parte,
si sostenemos que el hombre no es un ser social, ni un animal pre-político que,
por su condición social se volvería político, nos queda imaginarnos un bicho
capaz de las mil y una máscaras, ontológicamente artificioso, antes que antropológicamente
contractual. En esa línea, la por ahora vaga idea de democracia participativa o
directa no resulta tan de otro planeta. O, en todo caso, podría permitirnos
pensar en otros mundos dentro de este mundo. Antes que tratarse de un cambio de
pesaje en una balanza que se mantiene en su eje, se trata de un cambio de
coordenadas, otro zócalo de experiencia superpuesto a lo que conocemos,
mezclado entre lo que hay.
9.
Entre pulsiones
antidemocráticas (que hoy algunos llaman desatinadamente golpistas) y pulsiones
triunfalistas (que otros nombran despectivamente populistas), se construyen los
extremos de la fantasía nacional. Para unos alguien tiene que poner orden y
para otros alguien tiene que garantizar el bienestar. ¿Qué “nosotros” es
imaginado en un caso y en otro? Borges, en un lúcido y socarrón ensayo de 1946[8]
pretende mostrar que nuestro supuesto patriotismo, que no es otra cosa que un
capricho, está hecho de individuos, no de ciudadanos: “El argentino, a
diferencia de los americanos del Norte y de casi todos los europeos, no se
identifica con el Estado. Ello puede atribuirse a la circunstancia de que, en
este país, los gobiernos suelen ser pésimos o al hecho general de que el Estado
es una inconcebible abstracción; lo cierto es que el argentino es un individuo,
no un ciudadano”. Y en la nota al pie prosigue: “El Estado es impersonal: el
argentino solo concibe una relación personal. Por eso, para él, robar dineros
públicos no es un crimen. Compruebo un hecho; no lo justifico o excuso.” Más
allá de las posiciones coyunturales y del antiperonismo de Borges, incluso
teniendo en cuenta que el texto fue escrito recién al comienzo del gobierno de
Perón, al que podría considerarse por varias razones un buen gobierno, el
problema en cuestión excede la circunstancia y el buen gobierno de los otros.
La mirada de Borges apunta a un drama irreductible: una vez desterradas las
posibilidades terribles del nazismo y el comunismo autoritario, el horizonte
argentino quedó signado por relaciones personales más bien desconfiadas de la
ley (reclamada desde una clásica doble moral), individuos para los cuales el
mundo es en última instancia un caos; incluso “su héroe popular es el hombre
solo que pelea con la partida, ya en acto (Fierro, Moreira, Hormiga Negra), ya
en potencia o en el pasado (Segundo Sombra).” Si bien, desde un punto de vista,
el mayor desatino político de Borges pasó por su indiferencia y ninguneo
respecto de los Estados con rasgos populares, recurrentes en América Latina, no
deja de ofrecernos el material de una pregunta: ¿cómo esos inquietos cuerpos de
apariencia desordenada que nos aferran a la vida como argentinos, cómo ese
cúmulo de incertidumbres que unas veces mágicamente parecemos resolver a través
de la figura de un líder y otras tristemente supimos negar con el terrorismo de
Estado, cómo esos mapas sensibles tan diversos y a veces contrastantes que le
conceden a la geografía la potestad de ordenarlos en un triángulo imperfecto,
en definitiva, cómo los “muchos” argentinos podemos vivir juntos?
Borges
acertó en dos puntos interesantes. Por un lado, señaló el semblante
personalista del argentino, es decir, esa mezcla de individualismo y
sentimentalismo que riñe con la incorporación sin más de la Ley. Más allá del
“sálvese quien pueda” como extremo del individualismo capitalista y más allá
del personalismo del líder, hoy día ese rasgo insinuado por Borges se mezcla
con el lenguaje del marketing como cristalización de un tipo de subjetividad
que nos presenta a los individuos no solo como emprendedores, sino como
empresas. De hecho, los candidatos actuales buscan interpelar a sus electores
desde su imagen personal, establecer una suerte de sofisticada relación
transparente uno a uno, en muchos casos sin siquiera mencionar el partido
político de origen. Quién dice, ese guiño de Borges nos sirva para pensar
localmente una característica global como la transformación de la persona en un
emprendimiento permanente, en una imagen, mucho antes que un currículum y su
típica enumeración de experiencias previas y saberes. ¿Tendrá algo que ver ese
“pobre individualismo” con la eficacia que parece alcanzar la imagen-persona en
el marketing político nacional? Además, ¿hubo alguna vez mayor distancia entre
gobernantes y gobernados que la supuesta cercanía vendida como trasparente uno
a uno, impúdico tuteo al elector como si se tratara del target de una marca de
shampoo?[9]
En
segundo lugar, la preocupación de Borges por “un partido que nos prometiera (digamos)
un severo mínimo de gobierno”, no por intentar alejarse del nacionalismo
tendría que conducir a las opciones militaristas cipayas que, en todo caso,
pretendieron ostentar un máximo de gobierno. Ese “mínimo” reclamado en el
ensayo de Borges nos conecta con las preguntas de Spinoza, pero desde nuestra
localidad. ¿Cómo compatibilizar la idea de un mínimum de reglas comunes para la vida colectiva con el semblante
semianárquico que caracteriza al argentino que está solo y espera. ¿Será
nuestro destino la república? ¿Nos convendrá seguir siendo un país o mutaremos
hacia formas de relación y asociación más potentes… o más decadentes? ¿De qué
nosotros hablamos? Menudo problema. Hay un nosotros ontológico, el de los afectos
humanos y su positividad, hay un nosotros gobernable, en tanto no aparece como
potencia propia, sino como docilidad; hay un nosotros que se configura en
acuerdo a irrupciones, dislocaciones, sacudones del curso normal de las cosas,
un nosotros, el que nos interesa, que
emerge como apuesta. El interés de Borges no es el de cambiar esa suerte de
anarquismo in situ de la personalidad
argentina como si se tratara de un vicio, sino el de conocerlo, problematizarlo
y fabularlo. Del mismo modo, Spinoza nos dice que vale mucho más conocer las
afecciones que impugnarlas moralmente, ya sea mediante la burla o el desprecio
amargo; nos propone la disposición investigativa como gesto irrenunciable en la
constitución del sistema político que fuera. Conocerse es una tarea ético-política.
Ahora bien, la mayoría de los sistemas políticos se fundan menos en el
conocimiento de las propias afecciones y condiciones materiales que en el miedo
como única pasión y prerrogativa realista de la política. En ese punto, aun el
tono más hobbesiano de Spinoza está lejos del sentido común que podría llamarse
hobbesiano.
10.
¿Cómo
pensar la vida en común más allá de la pura cuestión del gobierno de los otros,
pero sin soñar con la “edad de oro de los poetas”, como advierte Spinoza al
comienzo de su Tratado político[10],
donde de entrada separa la “libertad del alma” como dimensión ética de los
encuentros, antes que como requisito para un gobernante, del rol del Estado,
más bien abocado a la aseguración del bienestar general, justamente, más allá
de las virtudes individuales o “verdaderas” intenciones de los gobernantes. El
punto de partida es lo que la multitud puede –lo que sabe y lo que no sabe
sobre lo que puede–, según las formas históricas con las que cuenta. Se aleja
Spinoza de todo requisito moral o de un deber ser cuyo único horizonte esté
dado por la concordancia racional entre los individuos, es decir, una política
idealista desligada de las condiciones materiales de un animal impreciso y
productivo en su devenir histórico.
Cuando
pensamos en la distancia entre unos gobernantes y unos gobernados, desplazamos
el razonamiento que explica al principio de gobierno por mal menor,
reconociendo en la constitución misma del gobierno de los otros un peligro
mayor que el del supuesto homo homini
lupus. Gobierno significa para la multitud colocarse bajo una circunstancia
en la que desconocerá la mayoría de las causas de la organización y la
orientación colectiva. La razón, nosotros diremos el pensamiento, no es ni el
razonable principio de realidad, ni una entidad abstracta en potestad del
juicio, sino una posibilidad concreta del hombre según resulte capaz de generar
las condiciones de emergencia de la
autoafección como camino de autoconocimiento. En ese sentido, el problema de la
libertad es pre-republicano, es del orden de la convivencia de lo
irrepresentable, antes que de carácter representativo gubernamental. Dice
Spinoza en su inconcluso Tratado Político:
“Llamo por eso libre al hombre que vive guiado por la razón, porque dentro de esta
tesitura está determinado a obrar por causas que solo puede conocer
adecuadamente por su propia naturaleza, aunque esas causas lo fuercen
necesariamente a actuar. La libertad, en efecto, no suprime sino que impone la
necesidad de la acción.”
Si
Hobbes, en su justificación de la necesidad del Estado parte del “derecho de
guerra” como estado natural, según el cual el temor y la precaución
generalizados disponen a una tácita guerra de todos contra todos, Spinoza no
parte de la presunción contraria, no imagina una buena naturaleza por
contraposición a la codicia que Hobbes identifica como natural en el hombre. En
Spinoza la naturaleza del hombre está a la vez determinada y por verse. Es
cierto que mantiene reparos parecidos a los de Hobbes en cuanto a la capacidad
de daño de las pasiones cruzadas, pero algo permanece estructuralmente
desconocido y si se piensa en términos de asociación con los otros, de sociedad
civil, ese desconocimiento tiene que formar parte de la producción misma de
sociabilidad. El pensamiento político de Spinoza no es temeroso, sino audaz y
entusiasta.
Con Hobbes
conocemos cuánto daño podemos hacer y padecer, de modo que la guerra de todos
contra todos es premisa y la paz es un resto, salvo que los ciudadanos se impongan a su propio
arbitrio un señor[11],
es decir, que se entrenen en el pasaje de su estado natural al estado civil. Si
lo “natural” riñe en última instancia con la ley, el pasaje al estado civil
supone un corte radical respecto de un posible derecho natural. Es el ingreso
del Estado como piso de la convivencia, tanto por su carácter defensivo
(interior y exterior), como por fijar un punto que nadie puede desconocer sin
costos sociales y a veces jurídicos: una vez que llegamos a comprender cuán
dañino puede ser el hombre para el hombre, la obediencia al soberano, a la
voluntad de todos vuelta voluntad de uno
se convierte en el saber más útil para el ciudadano, por lo que su
desconocimiento supone el castigo.
En Spinoza el
estado de naturaleza es también un estado artificioso y la razón no reviste un
carácter meramente utilitario y realista, sino que forma parte de la
inteligencia corporal que, entre el desconocimiento parcial de la potencia y la
disposición a procurarse encuentros que alimenten su capacidad vincular y su
necesidad de goce, debe generarse las mejores condiciones para que la vida en
común potencie en lugar de entristecer o destruir. Y la posibilidad de la paz
es del orden de la construcción política, compleja y conflictiva, antes que el
momento tibio y distendido entre guerras inevitables. Por lo tanto, en Spinoza
el Estado no puede justificarse por ese pasaje fundamental del peligroso caos del
humano-canino al ordenado cosmos del ciudadano consciente (tanto de los
peligros como de los contratos), sino que aparece como una forma relativa al
autoconocimiento de la multitud, una prueba en el terreno de los encuentros, ya
naturalmente artificiales, es decir, del orden del derecho natural que “a la vez que instituye y conserva al
estado, lo amenaza -y de este modo lo preserva de cualquier usurpación-, precisamente por haber permanecido ‘incólume’”[12]
Es que la
pregunta hobbesiana acerca de cómo evitar el desastre y la dominación generalizada
de unos por otros, no contempla que la respuesta: “el Estado como dispositivo
de concentración de la voluntad por delegación de sus ciudadanos, a costa de
sus plenas libertades”, reinstala el desastre, pero esta vez de manera
institucionalizada, con una carga de legitimación que complica aún más las
cosas. ¿Qué pasa cuando los sistemas de gobierno entristecen más de lo que
potencian? ¿Qué mecanismos o posibilidades tienen los ciudadanos ante la
consolidación del principio de obediencia como pilar fundamental del Estado o
ante la arbitrariedad sistemática de los gobiernos? En Spinoza la democracia
absoluta es el nombre de la capacidad de autoinstitución de formas de la vida
colectiva tendientes a incrementar su potencia, por parte de la multitud. Es
una democracia inmanente que instituye en virtud de lo que puede y, al mismo
tiempo, permanece abierta a la investigación de esa potencia. “Lo que Spinoza llama democracia es un
trabajo, el trabajo por lo común (y, podríamos decir, por el comunismo), que
nunca es algo dado sino un descubrimiento y una creación –el descubrimiento de
que se trata siempre de una creación.”[13]
11.
Toni Negri[14]
piensa en una revolución de la multitud como instancia en que se rompe la
creencia en la representación y emerge la posibilidad de una democracia
radical. Es una lógica transicional plena, ya que la transición no es distinta
al proceso, no es una etapa separable en la que cualquier tipo de acción
estaría legitimada por la relación entre unos medios actuales y unos fines
futuros. Por el contrario, el proceso tiene ya las características de esa
democracia radical y su despliegue es la experimentación colectiva y el
aprendizaje del autogobierno.
Si,
por un lado, el republicanismo da por cerrada cualquier discusión en torno a la
democracia, ya que la fijeza de las instituciones en las que confía es la
garantía de la libertad negociada de sus tutelados, por otra parte, la
perspectiva revolucionaria de la izquierda ortodoxa se propuso la toma del
poder del Estado para, transición
dictatorial mediante (Lenin), conformar una sociedad sin clases –aunque
dividida en dos clases: el pueblo y el funcionariado público. En ambos casos el
poder del pueblo está diferido temporalmente, ya sea bajo la forma de las
etapas evolutivas o bajo la idea del perfeccionamiento reformista, pero siempre
alienado en una voluntad externa. El derecho civil, en tanto ius separado, y el andamiaje
revolucionario reproducen modos de negación de la potencia de la multitud y su
condición inventiva entendida como derecho natural.
Toni
Negri es un crítico de la homologación entre aparato jurídico y procesos
sociales, ya que, según su planteo, la jurisprudencia y la institucionalidad
deben acompañar la inmanencia de los procesos productivos y cooperativos, de
los modos que la multitud libre y autónoma se da para la convivencia. Los
cuerpos en lucha, trabajadores, ambientalistas, indígenas, minorías de todo
tipo, trayectorias individuales, formas de relación no reconocibles, etc., abonan
la multitud con sus marcas singulares y de ningún modo buscan ocupar el
supuesto espacio vacío del comando, sino configurar otras formas de
productividad vital y otras coordenadas para la organización. Negri no
consiente la idea de una hegemonía vacía a ser completada por la cristalización
de un conjunto de demandas; en todo caso, la multitud –figura de lo común y
singular al mismo tiempo– hace hegemonía
como cuerpo múltiple y abierto. Nunca es Uno acumulativo, ni siquiera Uno en
tanto función vacía conveniente “estratégicamente” como instrumento de lucha. Por
eso no hay en el Spinoza de Negri instrumentalidad de la política, sino
variabilidad de los vínculos que producen (y son en) lo Común, cuerpos que
experimentan lo que pueden en la excedencia producida con los otros.
Finalmente, el capitalismo, que transforma el plus en beneficio, y la república liberal, guardiana de un
equilibrio abstracto cuyo correlato es la dominación concreta, son formas de
captura de los excedentes de vida, ya que, como dice poéticamente Simmel, la
vida es siempre más-vida. “He ahí donde la inmanencia se afirma de manera
fundamental y donde la estrategia de la cupiditas
muestra la asimetría entre potentia y potestas, es decir, la irreductibilidad del desarrollo del deseo
constituyente (social, colectivo) a la producción (también necesaria) de las
normas de la organización y del comando. Ahora bien, es esta asimetría
positiva, esta abundancia, esta excedencia de la potentia, lo que las teorías que quieren neutralizar la radicalidad
transformadora del pensamiento de Spinoza deben cancelar: la perpetua
excedencia de aquella razón liberadora que, a través de la imaginación, se
construye entre el obrar de la cupiditas
y la tensión de amor –en el borde del
ser, construyendo la eternidad.”[15]
12.
Las
experiencias políticas no pueden ser evaluadas por su capacidad de saldar
demandas inmediatas o reproducir procedimientos vigentes con los signos
ideológicos que fueran. Así, el fracaso coyuntural del mayo francés se dice,
simultáneamente, de una apertura de posibles que logró trascender incluso la
caída del Muro. Del mismo modo, el 2001 argentino es el nombre de un conjunto
muy heterogéneo y difícil de reducir a un solo plano, pero de ninguna manera
representa el fracaso de la dispersión, sino la apertura a solidaridades entre
experiencias diversas, más y menos autónomas. El problema de los coyunturalismos
es su carácter meramente compensatorio, su conformidad con la reparación en el
marco de lo políticamente pensable. Por eso, la radicalidad que recorre el
planteo de Negri supone otro modo de percibir, una cierta disposición a lo
impensable, suerte de estado paradójico de las fuerzas colectivas. Lo Común,
más allá de lo privado (la vida social y el trabajo reducidos a la explotación
más o menos regulada) y lo público (la cooptación jurídica y la Ley exterior a
los procesos) está al mismo tiempo dado como condición ontológica, como
potencia genérica en el sentido en que el propio Marx lo explicita, y ofrecido
como apuesta política. No podría surgir de esos posibles una propuesta
electoral, pero sí una invitación a pensar nuevas instituciones entre los
actores de la multitud con sus propias dinámicas. Pero, paradoja obliga, pensar
nueva institucionalidad requiere del desprejuicio y la valentía de habitar la
fractura de la legalidad vigente.
2001
es el nombre de nuestra pasión democrática en tanto es lo que quisiéramos
repetir, pero no ya como lo que fue. Repetir de otro modo supone, al mismo
tiempo, una hermenéutica como apuesta interpretativa que nos devuelve cambiados
en relación a una experiencia histórica, y una praxis colectiva con sus matices y registros diversos. Si la
gobernabilidad existente se forjó bajo la presión del 2001 y, en ese sentido,
como plantea Claudio Lozano[16],
se trata de un tipo de gobernabilidad inestable, las múltiples experiencias
atravesadas por esa irrupción tampoco demuestran recorridos constantes ni
homogéneos. Algunos sostienen que sólo un dispositivo gubernamental capaz de
reunir las mejores semblanzas peronistas, con matices progresistas,
garantizaría una orientación nacional favorable a los sectores populares, y el
kirchnerismo es claramente su mejor exemplum.
Sin embargo, nuestra incómoda pasión democrática nos fuerza a perseverar en la
pregunta por otras condiciones de decisión colectiva, ya presentes en los
barrios, en los movimientos y nuevas experiencias sociales y en tantos espacios
bien poco identificables donde una suerte de “razón amorosa” sostiene la
diferencia entre potentia y potestas siempre en favor de la potencia
de lo Común.
[1] Gherardo Colombo, Democracia; ed. Adriana Hidalgo, 2012,
Buenos Aires. No obstante esa aseveración, en otra parte del libro se refiere a
las virtudes de Internet para la vida democrática y pone como ejemplo de
implementación en términos de reforma constitucional el caso de Islandia…
[2] Franco Berardi, “La forma
neobarroca del poder” en Franco Berardi, Marco Jacquemet, Giancarlo Vitali, Telestreet. Máquina imaginativa no
homologada; Ediciones de intervención cultural/ El Viejo Topo, 2004,
España.
[3] Jean-Luc Nancy, La verdad de la democracia; Amorrortu,
2009, Buenos Aires.
[4] Karl Kraus, Contra los periodistas y otros contras;
ed. Taurus, 1998, Madrid.
[5] Jacques Rancière, El odio a la democracia; editorial
Amorrortu, 2007, Buenos Aires.
[6] Ibid. 4
[7] Ibidem 4
[8] Jorge Luis Borges,
“Nuestro pobre individualismo” en Otras
inquisiciones, ed. Alianza, 1997, Madrid.
[9] Si bien el PRO es el
ejemplo más grosero de esa tendencia, a todos los actores políticos cabe una
reflexión al respecto.
[10] Baruch de Spinoza, Tratado político; ed. Quadrata, 2005,
Buenos Aires.
[11] Thomas Hobbes, Elementos filosóficos. Del ciudadano;
ed. Hydra, 2010, Buenos Aires.
[12] Diego Tatián, “Spinoza y la
cuestión democrática” en Toni Negri, Biocapitalismo.
Seguido de Spinoza, otra potencia de actuar; ed. Quadrata, 2013, Buenos
Aires (en prensa). Cita al final de la frase el propio Tatián: “Por lo que respecta a la política,
la diferencia entre Hobbes y yo, sobre la cual me pregunta usted, consiste en
que yo conservo siempre incólume el derecho natural (ego naturale Jus samper jartum tectum conservo), y en que yo
defiendo que, en cualquier Estado, al magistrado supremo no le compete más
derecho sobre los súbditos que el que le corresponde a la potestad con que él
supera al súbdito, lo cual sucede siempre en el estado natural” (Carta de
Spinoza a Jarig Jelles, 2 de junio de 1674).
[13] Ibid 10
[14] Toni Negri, Michael
Hardt, Comune. Oltre il privato e il
pubblico; ed. Rizzoli, 2010, Milán.
[15] Toni Negri, “Spinoza,
otra potencia de actuar” en Toni Negri, Biocapitalismo.
Seguido de Spinoza, otra potencia de actuar; ed. Quadrata, 2013, Buenos
Aires (en prensa). La cupiditas
aparece en el conocido libro de Toni Negri sobre Spinoza La anomalía salvaje…, como “síntesis humana del ‘conatus’ físico y
de la ‘potentia’ del alma”, es pura productividad positiva como tensión
expuesta, antes que como posibilidad hipotética. Esta máquina de producción de
subjetividad es en Toni Negri del orden de la razón amorosa.
[16] No es casualidad que del
mismo espacio que se plantea la cuestión de la “gobernabilidad inestable”,
surge la invitación a pensar mecanismos de democracia participativa o formas
directas y semi-directas de decisión popular. Desde la Constituyente Social se
asume la condición “inestable” descripta por Lozano, como posibilidad de
gestación de nuevas instancias de decisión, aprovechando el agotamiento de las
viejas estructuras partidarias. En ese sentido, la institucionalidad vigente es
un espacio a disputar e incorporar (casi en términos de transición) a formas
nuevas de democracia participativa directa.