martes, 27 de agosto de 2013

El triunfo del 2001 en las elecciones de 2013

Por Víctor Militello


Muchas voces se refieren a 2001 como un fracaso, una revuelta que se desvaneció sin dejar ninguna huella ni continuidad, que no tuvo ninguna clase de eficacia.
En muchos casos es probable que no sea más que resentimiento, pero en muchos otros se trata de un balance que surge de modos de evaluar los hechos políticos según referencias espectaculares: como no se cambió todo, no cambió nada.
Ahora bien, si 2001 fue una puesta en cuestión de la política de representación que, por otra parte, surgió por fuera de partidos y sindicatos, si la problemática que planteaba se concentra en este carácter, entonces su eficacia resulta asombrosa: destruyó el sistema de partidos que sostenían la gobernabilidad democrática. Dijo que se vayan todos y los partidos …se fueron!!
Y esta es la tesis de este breve artículo: en la Argentina no hay más partidos formando parte del entramado político de la gobernabilidad (sólo permanecen fieles a la forma partido algunas formaciones de izquierda, pero no forman parte de los partidos de gestión estatal, aunque cabría preguntarse que rol juegan en la gobernabilidad, si es que juegan alguno).

Gobernabilidad y sistema de partidos
Gobernabilidad es un término denso, polisémico, difícil de precisar y delimitar.
Para nuestros fines nos alcanza con definirlo como la capacidad estatal de encuadrar a las masas bajo su conducción y ordenamiento, constituyendo un lazo.estableciendo cierta normalidad en la situación, organizando los conflictos y su resolución de manera tal que se mantengan a distancia del estallido y la conflagración abierta. Para ello entran en juegos numerosos dispositivos, tácticas y estrategias, que son, precisamente, las prácticas de los dispositivos de gobierno.
Es en parte asimilable al concepto de hegemonía; gobernar es hegemonizar la conflictividad.
Ahora bien, parte de la densidad de este concepto se deriva del hecho de que no se distingue entre hegemonía política y hegemonía cultural, o ideológica, dimensiones que están muy entrelazadas, por cierto, pero no son idénticas. Esto hace perder de vista la singularidad de los procesos políticos. Todavía más, nos animamos a decir que “cultura” desplazó a “política” en muchos discursos actuales.
No siempre una crisis política supone un desfondamiento de los sistemas culturales. Por ejemplo, en las revoluciones del siglo XX vemos que la crisis política no disuelve la “ideología dominante”, cosa que, por otra parte, los revolucionarios conocían perfectamente. Son innumerables las declaraciones al respecto: tras la toma del poder    (que era el sentido predominante de la categoría de “revolución”), la ideología burguesa sobrevivirá incluso por generaciones. Por supuesto, eso no significa que quedara indemne.
De modo que el acontecimiento político nunca es total, no transforma inmediatamente la totalidad del mundo-la cual no existe, dicho sea de paso- ni disuelve los imaginarios preexistentes, los sistemas simbólicos y de lugares, los modos de vida.
Y tampoco lo hizo 2001.
En todo caso, la eficacia de las irrupciones populares debe medirse por su capacidad de determinar la situación en la que se inscriben. Y esta situación en el 2001 era la de la política y su sistema de gobernabilidad y hegemonía política (y no la de la totalidad de la sociedad)
2001 transformó la política, al menos en algunos aspectos, no la (inexistente) totalidad del mundo.

Neoliberalismo y crisis del Estado-Nación.

El neoliberalismo erosionó la lógica interna del Estado-Nación, el cual no desapareció, como es evidente, sino que se debilitó, distorsionó y desactualizó. Se comenzaba a requerir nuevas estrategias.
No abundaremos aquí en sus causas sino que simplemente constataremos su incidencia y trataremos de localizar sus efectos.
En lo fundamental el neoliberalismo golpea en el alineamiento institucional: el sistema de instituciones deja de resonar en un punto central que los ordenaba y cuyo eje era el Estado-nación. En términos generales se trataba de la compatibilidad entre dispositivos disciplinarios de encierro que, resonando entre sí y con el centro estatal, adquirían densidad y fibrosidad. La familia, la escuela, la fábrica, los hospitales, etc, etc, dejaron de tener ese telón de fondo que era el Estado-Nación y, viceversa, éste dejó de sostenerse en ciertas condiciones que le garantizaban estabilidad. Y las instituciones se convirtieron en galpones, como decía el historiador Ignacio Lewkowicz.
Velocidad, liquidez, fluidez, son otras tantas maneras de nombrar esta erosión.
Hasta aquí la crisis de hegemonía del Estado-nación refiere sobre todo a su sistema cultural, ideológico o de eficacia de dispositivos de poder múltiples y variados subsumidos en una misma diagramático.[1]
A estas condiciones, que proveen de una estabilidad de fondo al Estado-Nación, las llamo condiciones de estatalidad: el Estado reposa serenamente sobre un fondo rocoso que ni siquiera los golpes de estado lograban conmover, más bien todo lo contrario El pasado, la densidad histórica, predomina sobre el presente y el futuro, lo acumulado, los estratos, se imponen y refuerzan mutuamente.
Ahora bien, en sociedades democráticas la gobernabilidad política se expresa a través del sistema de elecciones y, por lo tanto, a través un sistema de partidos en competencia, esas grandes formas de la disciplina moderna, de la lógica del encierro, rara vez caracterizada de este modo.
Y sin esta hegemonía política las condiciones de estatatlidad no estarían completas. Y aquí sí los golpes de estado jugaban un papel negativo, al recortarla y subordinarla al poder militar.
Pero tras la Dictadura del 76 los golpes de estado devinieron imposibles. Si esta dictadura creó, por un lado, condiciones favorables a la gobernabilidad al eliminar a los rebeldes, por otro lado introduciría el elemento neoliberal que iría a erosionarla.
Sin embargo, la posdictadura vio el retorno de un sistema bipartidista ( peronistas y radicales) que, incluso si se debilitaba, seguía siendo hegemónico. La destrucción de una forma histórica y determinada de hegemonía cultural aún no llegaba a la política. Y ello porque la sanción del agotamiento de una forma política no es un fenómeno de estructura, sino de intervención subjetiva. Una política-incluso si está en ciernes y es débil e indeterminada- desplaza a otra.

2001 y el fin de la forma partido

No toda forma de agrupamiento colectivo en política es un partido. Incluso en la historia se reivindicaron otras formas: ligas, uniones, milicias o ejércitos populares y otras. En la actualidad, post 2001, se impone una nueva, de la que hablaremos más adelante..
¿Que caracterizaba a la forma partido en términos muy generales?
En primer lugar, que se organizaba en torno a una “plataforma” (o declaración de principios) y un programa que lo expresaba. Y que les imponía exigir una autonomía relativa respecto del aparato del estado ( sobre todo cuando no se tenía dominio sobre él).
En segundo lugar, configuraba una forma de militante reconocible a distancia: el cuadro, el militante profesional, rodeado de simpatizantes, adherentes y público en general.
En tercer lugar, en que tenía una vida interna intensa conformada por ciertas prácticas más o menos frecuentes: congresos, plenarios, discusiones de coyuntura (situación nacional, situación internacional, análisis de las relaciones de fuerza, etc). En suma, el proceso de producción de la famosa “línea” del partido.
En cuarto lugar, que disponía de una prensa partidaria, incluso bibliotecas y espacios de formación política.
En quinto lugar, aunque parezca demasiado obvio, que tenía autoridades y jerarquías, elegidas en internas “cerradas”, y que conformaba buena parte de la lucha de tendencias a su interior. Y este rasgo viene al caso cuando, al momento de escribir estas líneas, el partido más importante de la Argentina, el PJ, no tiene autoridades definidas, algo impensable en otros momentos de la historia.
En sexto lugar, tenían cierta estabilidad, se sostenían en el largo plazo, muchas veces sin modificaciones esenciales. A esta disposición no le era ajena la disciplina interna, el ser “orgánico” con el partido.
Por último, tenían una ideología definida.
En suma, eran cuerpos sólidos, que tenían órganos y funciones claras y precisas.

En fin, podríamos continuar, pero con estos siete puntos creemos que tenemos lo suficiente para afirmar que en la actualidad las agrupaciones políticas electorales, en su mayoría, ya no son partidos, ni siquiera gelatinosos., como se los ha llamado alguna vez. Incluso podríamos agregar que los agrupamientos actuales no cumplen con ninguna de estas siete características.
Entonces ¿qué es lo que hay? ¿Cómo llamar a estos nuevos agrupamientos?
Elegimos llamarlos agencias para la selección de candidatos para la gestión estatal. Es la novedad reaccionaria post2001. Su rasgo característico es la volatilidad, la transformación incesante de sus miembros y sus orientaciones ideológicas. Su evanescencia permanente, su reacomodamiento perpetuo. Esclavos de la fluidez, sobreviven sin forma.
Por supuesto, carecen de plataformas y programas, no tienen militantes sino funcionarios activistas ( en muchos casos o bien son funcionarios públicos, o de organismos internacionales, o de agrupamientos empresariales o directamente de empresas, o todo eso junto), su “vida interna” se tramita entre el secreto de la mesa chica, las internas “abiertas” y los medios de comunicación, (y las encuestadoras y las consultoras de marketing que reemplazan a los órganos pertinentes del partido) que son, a su vez, lo que vino a sustituir a la prensa partidaria, son inestables e indisciplinados, descreen de las ideologías y del pensamiento “fuerte”, el cual produce, según parece, una indigestión grave en el electorado. Y son, plenamente, aparatos organizadores de estado, del cual no se distinguen. Si el drama de las revoluciones fue la fusión del partido y el Estado, el Estado-Partido (también desarrollado por los fascismos), el de las sociedades actuales es el Estado-Agencia., forma dominante de la Democracia S.A., fusión plena del Capital y el Estado.
Ahora bien, no es sólo la fluidez quien ha sancionado su senectud, sino, y sobre todo, la intervención popular.
¿Es necesario demostrarlo? Creemos que no. Sin embargo, nos gustaría afirmar que el que se vayan todos era una consigna política dirigida al conjunto de la llamada “clase política” (o que incluso constituyó el sintagma “clase política” como tal). No era una demanda económica, ni social, ni de otro tipo, sino directamente política que golpeó en el corazón de la gobernabilidad: la forma partido y su sistema de encierro de la práctica política en encuadramientos previamente.normalizados.

La nueva gobernabilidad.

Al Kirchnerismo le tocó llegar al poder con el sistema de gobernabilidad erosionado y agotado por la acción de la máquina neoliberal, por un lado, y la intervención popular, por el otro. Y renegó tanto de uno como de otro, aunque de manera muy diferente: al neoliberalismo lo puso como enemigo, al 2001 lo olvidó, ninguneó y caracterizó como “infierno” para mejor robarle sus banderas.
Atenazado por múltiples imposibilidades (imposible reprimir abiertamente, imposible privatizar, imposible comportarse como “clase política”, imposible contar con el fondo institucional y con el sistema de partidos, imposible tener relaciones carnales con el Imperio, etc, etc) debió inventar una nueva gobernabilidad, para lo cual no disponía, obviamente, de un plan previo.
De modo que debe improvisar, variar, intervenir continua e incesantemente, armar dispositivos específicos para cada situación de crisis, darse una movilidad sorprendente y desconocida, que para sus seguidores es el índice de su vitalidad, para poder construir día a día y paso a paso la gobernabilidad política perdida..
Ya no contaba, ni podía contar, con esa especie de bajo continuo que he llamado condiciones de estatalidad para un período determinado.
Reconstruirlas era, entonces, su tarea y su obsesión, su objetivo fundamental al cual se subordinaban todos los otros.
La reconstrucción de las condiciones de estatalidad era, el verdadero norte estratégico del gobierno K, al cual numerosas prácticas se le subordinaban como sus formas tácticas.: las estatizaciones, la transversalidad, la reforma de la corte, la política de DD HH, los planes sociales, la captura de ciertos movimientos sociales, la creación de una nueva “militancia”, la constitución de grupos intelectuales como Carta Abierta, la invención de un “otro” abominable que sería la “derecha”, la “corpo” etc, etc.
Y en este sentido la novedad reaccionaria K fue bastante exitosa.
Ahora bien, reconstruir las condiciones de estatalidad sobre la cual montar una nueva gobernabilidad ni es tarea para un solo gobierno ni es un objetivo cumplido.
Lejos de eso, la crisis sigue abierta, la formas estables no llegan, el lazo entre Estado y Sociedad no se clausura o sanciona. No hay, por ahora, un nuevo Contrato Social.
El K es como un caminante sin camino, que debe colocar el suelo bajo sus pies a cada paso. Eso le de un tono épico, de aventura, incluso casi poético: es como un migrante sin rumbo ni destino, una anomalía, una intemperie. Es un gobierno de excepción,  en tiempos de excepción, que gobernó excepcionalmente, lo que le valió el mote de “autoritario” con el cual la oposición no cesa de mortificarlo.
Sin embargo, además del disgusto que nos provoca la poesía de Estado, debemos decir que tan frenética actividad cansa, y que los efectos de este cansancio empiezan a percibirse, que el género de la literatura de aventuras y viajes no es el preferido por los gobiernos, cuya consigna central y eterna será siempre: seguridad, si, seguridad para todos, y en primer lugar para la gobernabilidad. El lazo de obediencia al Estado.







[1]  Para todos estos temas recomendamos El estado postnacional, de Pabo Hupert, donde esta problemática se analiza extensa y detalladamente.