Por Víctor Militello
Muchas voces se refieren
a 2001 como un fracaso, una revuelta que se desvaneció sin dejar ninguna huella
ni continuidad, que no tuvo ninguna clase de eficacia.
En muchos casos es
probable que no sea más que resentimiento, pero en muchos otros se trata de un
balance que surge de modos de evaluar los hechos políticos según referencias
espectaculares: como no se cambió todo, no cambió nada.
Ahora bien, si 2001 fue
una puesta en cuestión de la política de representación que, por otra parte,
surgió por fuera de partidos y sindicatos, si la problemática que planteaba se
concentra en este carácter, entonces su eficacia resulta asombrosa: destruyó el
sistema de partidos que sostenían la gobernabilidad democrática. Dijo que se
vayan todos y los partidos …se fueron!!
Y esta es la tesis de
este breve artículo: en la
Argentina no hay más partidos formando parte del entramado
político de la gobernabilidad (sólo permanecen fieles a la forma partido
algunas formaciones de izquierda, pero no forman parte de los partidos de
gestión estatal, aunque cabría preguntarse que rol juegan en la gobernabilidad,
si es que juegan alguno).
Gobernabilidad
y sistema de partidos
Gobernabilidad es un
término denso, polisémico, difícil de precisar y delimitar.
Para nuestros fines nos
alcanza con definirlo como la capacidad estatal de encuadrar a las masas bajo
su conducción y ordenamiento, constituyendo un lazo.estableciendo cierta
normalidad en la situación, organizando los conflictos y su resolución de
manera tal que se mantengan a distancia del estallido y la conflagración
abierta. Para ello entran en juegos numerosos dispositivos, tácticas y
estrategias, que son, precisamente, las prácticas de los dispositivos de
gobierno.
Es en parte asimilable al
concepto de hegemonía; gobernar es hegemonizar la conflictividad.
Ahora bien, parte de la
densidad de este concepto se deriva del hecho de que no se distingue entre
hegemonía política y hegemonía cultural, o ideológica, dimensiones que están
muy entrelazadas, por cierto, pero no son idénticas. Esto hace perder de vista
la singularidad de los procesos políticos. Todavía más, nos animamos a decir
que “cultura” desplazó a “política” en muchos discursos actuales.
No siempre una crisis
política supone un desfondamiento de los sistemas culturales. Por ejemplo, en
las revoluciones del siglo XX vemos que la crisis política no disuelve la
“ideología dominante”, cosa que, por otra parte, los revolucionarios conocían
perfectamente. Son innumerables las declaraciones al respecto: tras la toma del
poder (que era el sentido predominante de la
categoría de “revolución”), la ideología burguesa sobrevivirá incluso por
generaciones. Por supuesto, eso no significa que quedara indemne.
De modo que el
acontecimiento político nunca es total, no transforma inmediatamente la
totalidad del mundo-la cual no existe, dicho sea de paso- ni disuelve los
imaginarios preexistentes, los sistemas simbólicos y de lugares, los modos de
vida.
Y tampoco lo hizo 2001.
En todo caso, la eficacia
de las irrupciones populares debe medirse por su capacidad de determinar la
situación en la que se inscriben. Y esta situación en el 2001 era la de la
política y su sistema de gobernabilidad y hegemonía política (y no la de la
totalidad de la sociedad)
2001 transformó la política,
al menos en algunos aspectos, no la (inexistente) totalidad del mundo.
Neoliberalismo
y crisis del Estado-Nación.
El neoliberalismo
erosionó la lógica interna del Estado-Nación, el cual no desapareció, como es
evidente, sino que se debilitó, distorsionó y desactualizó. Se comenzaba a
requerir nuevas estrategias.
No abundaremos aquí en
sus causas sino que simplemente constataremos su incidencia y trataremos de
localizar sus efectos.
En lo fundamental el
neoliberalismo golpea en el alineamiento institucional: el sistema de
instituciones deja de resonar en un punto central que los ordenaba y cuyo eje
era el Estado-nación. En términos generales se trataba de la compatibilidad
entre dispositivos disciplinarios de encierro que, resonando entre sí y con el
centro estatal, adquirían densidad y fibrosidad. La familia, la escuela, la
fábrica, los hospitales, etc, etc, dejaron de tener ese telón de fondo que era
el Estado-Nación y, viceversa, éste dejó de sostenerse en ciertas condiciones
que le garantizaban estabilidad. Y las instituciones se convirtieron en
galpones, como decía el historiador Ignacio Lewkowicz.
Velocidad, liquidez,
fluidez, son otras tantas maneras de nombrar esta erosión.
Hasta aquí la crisis de
hegemonía del Estado-nación refiere sobre todo a su sistema cultural,
ideológico o de eficacia de dispositivos de poder múltiples y variados
subsumidos en una misma diagramático.[1]
A estas condiciones, que
proveen de una estabilidad de fondo al Estado-Nación, las llamo condiciones de estatalidad:
el Estado reposa serenamente sobre un fondo rocoso que ni siquiera los golpes
de estado lograban conmover, más bien todo lo contrario El pasado, la densidad
histórica, predomina sobre el presente y el futuro, lo acumulado, los estratos,
se imponen y refuerzan mutuamente.
Ahora bien, en sociedades
democráticas la gobernabilidad política se expresa a través del sistema de
elecciones y, por lo tanto, a través un sistema de partidos en competencia,
esas grandes formas de la disciplina moderna, de la lógica del encierro, rara
vez caracterizada de este modo.
Y sin esta hegemonía
política las condiciones de estatatlidad no estarían completas. Y aquí sí los
golpes de estado jugaban un papel negativo, al recortarla y subordinarla al
poder militar.
Pero tras la Dictadura del 76 los
golpes de estado devinieron imposibles. Si esta dictadura creó, por un lado,
condiciones favorables a la gobernabilidad al eliminar a los rebeldes, por otro
lado introduciría el elemento neoliberal que iría a erosionarla.
Sin embargo, la posdictadura
vio el retorno de un sistema bipartidista ( peronistas y radicales) que,
incluso si se debilitaba, seguía siendo hegemónico. La destrucción de una forma
histórica y determinada de hegemonía cultural aún no llegaba a la política. Y
ello porque la sanción del agotamiento de una forma política no es un fenómeno
de estructura, sino de intervención subjetiva. Una política-incluso si está en
ciernes y es débil e indeterminada- desplaza a otra.
2001 y
el fin de la forma partido
No toda forma de
agrupamiento colectivo en política es un partido. Incluso en la historia se
reivindicaron otras formas: ligas, uniones, milicias o ejércitos populares y
otras. En la actualidad, post 2001, se impone una nueva, de la que hablaremos
más adelante..
¿Que caracterizaba a la
forma partido en términos muy generales?
En primer lugar, que se
organizaba en torno a una “plataforma” (o declaración de principios) y un
programa que lo expresaba. Y que les imponía exigir una autonomía relativa respecto
del aparato del estado ( sobre todo cuando no se tenía dominio sobre él).
En segundo lugar,
configuraba una forma de militante reconocible a distancia: el cuadro, el
militante profesional, rodeado de simpatizantes, adherentes y público en
general.
En tercer lugar, en que
tenía una vida interna intensa conformada por ciertas prácticas más o menos
frecuentes: congresos, plenarios, discusiones de coyuntura (situación nacional,
situación internacional, análisis de las relaciones de fuerza, etc). En suma,
el proceso de producción de la famosa “línea” del partido.
En cuarto lugar, que
disponía de una prensa partidaria, incluso bibliotecas y espacios de formación
política.
En quinto lugar, aunque
parezca demasiado obvio, que tenía autoridades y jerarquías, elegidas en
internas “cerradas”, y que conformaba buena parte de la lucha de tendencias a
su interior. Y este rasgo viene al caso cuando, al momento de escribir estas
líneas, el partido más importante de la Argentina, el PJ, no tiene autoridades definidas,
algo impensable en otros momentos de la historia.
En sexto lugar, tenían
cierta estabilidad, se sostenían en el largo plazo, muchas veces sin
modificaciones esenciales. A esta disposición no le era ajena la disciplina
interna, el ser “orgánico” con el partido.
Por último, tenían una
ideología definida.
En suma, eran cuerpos
sólidos, que tenían órganos y funciones claras y precisas.
En fin, podríamos
continuar, pero con estos siete puntos creemos que tenemos lo suficiente para
afirmar que en la actualidad las agrupaciones políticas electorales, en su
mayoría, ya no son partidos, ni siquiera gelatinosos., como se los ha llamado
alguna vez. Incluso podríamos agregar que los agrupamientos actuales no cumplen
con ninguna de estas siete características.
Entonces ¿qué es lo que
hay? ¿Cómo llamar a estos nuevos agrupamientos?
Elegimos llamarlos
agencias para la selección de candidatos para la gestión estatal. Es la novedad
reaccionaria post2001. Su rasgo característico es la volatilidad, la
transformación incesante de sus miembros y sus orientaciones ideológicas. Su
evanescencia permanente, su reacomodamiento perpetuo. Esclavos de la fluidez,
sobreviven sin forma.
Por supuesto, carecen de
plataformas y programas, no tienen militantes sino funcionarios activistas ( en
muchos casos o bien son funcionarios públicos, o de organismos internacionales,
o de agrupamientos empresariales o directamente de empresas, o todo eso junto),
su “vida interna” se tramita entre el secreto de la mesa chica, las internas
“abiertas” y los medios de comunicación, (y las encuestadoras y las consultoras
de marketing que reemplazan a los órganos pertinentes del partido) que son, a
su vez, lo que vino a sustituir a la prensa partidaria, son inestables e
indisciplinados, descreen de las ideologías y del pensamiento “fuerte”, el cual
produce, según parece, una indigestión grave en el electorado. Y son,
plenamente, aparatos organizadores de estado, del cual no se distinguen. Si el
drama de las revoluciones fue la fusión del partido y el Estado, el
Estado-Partido (también desarrollado por los fascismos), el de las sociedades
actuales es el Estado-Agencia., forma dominante de la Democracia S.A.,
fusión plena del Capital y el Estado.
Ahora bien, no es sólo la
fluidez quien ha sancionado su senectud, sino, y sobre todo, la intervención
popular.
¿Es necesario
demostrarlo? Creemos que no. Sin embargo, nos gustaría afirmar que el que se
vayan todos era una consigna política dirigida al conjunto de la llamada “clase
política” (o que incluso constituyó el sintagma “clase política” como tal). No
era una demanda económica, ni social, ni de otro tipo, sino directamente
política que golpeó en el corazón de la gobernabilidad: la forma partido y su sistema
de encierro de la práctica política en encuadramientos previamente.normalizados.
La nueva
gobernabilidad.
Al Kirchnerismo le tocó
llegar al poder con el sistema de gobernabilidad erosionado y agotado por la
acción de la máquina neoliberal, por un lado, y la intervención popular, por el
otro. Y renegó tanto de uno como de otro, aunque de manera muy diferente: al
neoliberalismo lo puso como enemigo, al 2001 lo olvidó, ninguneó y caracterizó
como “infierno” para mejor robarle sus banderas.
Atenazado por múltiples
imposibilidades (imposible reprimir abiertamente, imposible privatizar,
imposible comportarse como “clase política”, imposible contar con el fondo
institucional y con el sistema de partidos, imposible tener relaciones carnales
con el Imperio, etc, etc) debió inventar una nueva gobernabilidad, para lo cual
no disponía, obviamente, de un plan previo.
De modo que debe
improvisar, variar, intervenir continua e incesantemente, armar dispositivos
específicos para cada situación de crisis, darse una movilidad sorprendente y
desconocida, que para sus seguidores es el índice de su vitalidad, para poder
construir día a día y paso a paso la gobernabilidad política perdida..
Ya no contaba, ni podía
contar, con esa especie de bajo continuo que he llamado condiciones de estatalidad
para un período determinado.
Reconstruirlas era,
entonces, su tarea y su obsesión, su objetivo fundamental al cual se
subordinaban todos los otros.
La reconstrucción de las
condiciones de estatalidad era, el verdadero norte estratégico del gobierno K,
al cual numerosas prácticas se le subordinaban como sus formas tácticas.: las
estatizaciones, la transversalidad, la reforma de la corte, la política de DD
HH, los planes sociales, la captura de ciertos movimientos sociales, la
creación de una nueva “militancia”, la constitución de grupos intelectuales
como Carta Abierta, la invención de un “otro” abominable que sería la
“derecha”, la “corpo” etc, etc.
Y en este sentido la
novedad reaccionaria K fue bastante exitosa.
Ahora bien, reconstruir
las condiciones de estatalidad sobre la cual montar una nueva gobernabilidad ni
es tarea para un solo gobierno ni es un objetivo cumplido.
Lejos de eso, la crisis
sigue abierta, la formas estables no llegan, el lazo entre Estado y Sociedad no
se clausura o sanciona. No hay, por ahora, un nuevo Contrato Social.
El K es como un caminante
sin camino, que debe colocar el suelo bajo sus pies a cada paso. Eso le de un
tono épico, de aventura, incluso casi poético: es como un migrante sin rumbo ni
destino, una anomalía, una intemperie. Es un gobierno de excepción, en tiempos de excepción, que gobernó
excepcionalmente, lo que le valió el mote de “autoritario” con el cual la
oposición no cesa de mortificarlo.
Sin embargo, además del
disgusto que nos provoca la poesía de Estado, debemos decir que tan frenética
actividad cansa, y que los efectos de este cansancio empiezan a percibirse, que
el género de la literatura de aventuras y viajes no es el preferido por los
gobiernos, cuya consigna central y eterna será siempre: seguridad, si,
seguridad para todos, y en primer lugar para la gobernabilidad. El lazo de
obediencia al Estado.
[1] Para todos estos temas recomendamos El estado
postnacional, de Pabo Hupert, donde esta problemática se analiza extensa y
detalladamente.