viernes, 20 de diciembre de 2013

Nosotros dice 19/20, conecta término a término y divierte


Cliqueá la imagen para que acceder a la nube
Palabras clave del libro, según un soft que las extrae. Cliqueá la imagen para que acceder a la nube
(las palabras se convierten en tags que linkean a posteos varios)

Transcribo mail de Pablo Casal:

Hola Pablo
¿Cómo va tanto tiempo?
Te escribo -no por casualidad- este 19 de diciembre, pensando cómo volver a abordar tu libro, EL ESTADO POSNACIONAL. Sabés que desde que está disponible para descargar en formato digital que se me ocurrió buscarle un nuevo modo de lectura que le fuera pertinente y lo potenciara. Así que armé este experimento: lo convertí en una nube de tags, donde destacan las palabras más nombradas en el (ahora hiper-)texto. La di-versión del asunto es que al clickear sobre cada palabra, convertida ya en etiqueta, se obtiene acceso a todas entradas publicadas sobre el tema en tu propio blog.
No solo una propuesta de relectura, sino que a partir de las decisiones de quien lo tomé puede convertirse en una especie de reescritura, para seguir pensando las aperturas de nuestro presente.
La manera que encontré de contribuir a "decirnosotros".


Acá te lo mando.

http://www.tagxedo.com/art/d34f54147e9b4196

Y este es el código de embebido, en caso de que lo quieras publicar en el blog

<iframe frameborder="0" src="http://www.tagxedo.com/art/d34f54147e9b4196" width="230" height="400" scrolling="no"></iframe>
Abrazo!

viernes, 29 de noviembre de 2013

Infrapolítica en tiempos posnacionales. Una reseña de El Estado Posnacional: Más allá de kirchnerismo y antikirchnerismo, de Pablo Hupert

por Gerardo Muñoz en Lobo Suelto!

Repetiríamos un lugar común si dijésemos que las nuevas gobernabilidades de la izquierda latinoamericana representan hoy la clausura total de la larga noche neo-liberal y la inauguración de un nuevo proceso que pone al Estado como portador de instituciones capaces de mediar los reclamos populares más allá de los conocidos diseños de la democracia representativa. Más bien, al decir esto, estaríamos repitiendo el discurso con el cual, amén de sus diferencias y dispositivos varios, los nuevos gobiernos de la marea rosada intentan auto-legitimarse con relación al reciente pasado neo-liberal. Si bien es cierto que los gobiernos de Morales en Bolivia o de Correa en Ecuador, del chavismo en Venezuela o del kirchnerismo en la Argentina, marcan una diferencia sustancial con respecto a la despiadada post-política neo-liberal, esta construcción de una historia del presente suele narrarse a partir de la visión monolítica del Estado, dejando a un lado la complejidad de sujetos, lenguajes, y actores en potencia que crearon condiciones de posibilidad para el arribo mismo de esos gobiernos populares a comienzos de este siglo. Si en efecto hay cierta ganancia simbólica en construir estos relatos – ya no “somos más neo-liberales”, ahora “somos Estado”, se nos anuncia – lo que se suele perder es el ejercicio de una compresión mucho más integral, donde tal vez el actor estatal no sea el centro de un monólogo, sino otras las piezas políticas en juego.

El libro del joven historiador Pablo Hupert, El Estado Posnacional: más allá de kirchnerismo y el antikirchnerismo (2011), se propone justamente intervenir en un espacio más allá de una dicotomía alrededor del Estado tomando como realidad política la irrupción de Néstor Kirchner hacia el 2003. Esta dicotomía suele establecerse a partir de dos bandos bastante bien definidos: aquellos que defienden el regreso del Estado y cuya fidelidad al proceso nacional se vuelve definitiva (desde los estudios latinoamericanos de Estados Unidos, esta posición es defendida con mayor lucidez por John Beverley en Latinamericanism after 9/11); o bien aquellos que, desde la defensa del institucionalismo republicano y la “tiranía” de los derechos individuales, terminan por defender un pasado neo-liberal frente al quiebre del institucionalismo populista. Hupert no solo problematiza esa construcción binaria para la compresión de la última década kirchnerista, sino que ofrece explorar los límites de ese proceso antagónico desde otro ángulo.

Según Hupert, el regreso del Estado no puede signar hoy el regreso al Estado-Nación, entendido como regulador de capitales y eje de un gobierno sobre una ciudadanía, sino más bien lo “nuevo” pasa por la expansión del aparato del Estado sobre los niveles micro y macro de lo social. Es decir, si el Estado ha regresado con Néstor Kirchner en el 2003, es sobre la operación de una práctica que activa una serie de dispositivos y mecanismos en el interior de un proceso estatal capaz de dar coherencia política y “gobernabilidad” a los registros tanto institucionales como informales. Así mismo, lo “posnacional” marca la vuelta del Estado ya no en nombre de una “política del nosotros” – en particular aquella que cobra mayor visibilidad en la crisis del 2001 o el primer Peronismo cuya clase electoral contaba con una unidad laboral– sino como una continuidad de procesos extractivistas o neo-desarrollistas característicos de la inserción latinoamericana en tiempos globales. Lo “posnacional”, explica Hupert:

    “no es un concepto, una categoría que sea parte de un sistema de pensamiento estricto y coherente. No es el engranaje de una maquinaria de teoría y política. Es más bien una expresión que resultó cómoda para ir reuniendo y distinguiendo todos esos rasgos, prácticas, características, acciones, que se vienen desarrollando sobre todo en el ámbito estatal desde el 2003 a esta parte y que no coinciden con las características de un Estado nacional”. (p.15).


¿Cómo se construye, entonces, ese nuevo tejido estatal desde lo posnacional? Hupert no solo lo explica mostrando que los mecanismos de nación en tanto soberanía han quedado ya en el pasado, sino que la nueva legitimidad peronista que recorre el período presidencial de Néstor y Cristina Kirchner tiene como condición y aporía a  la crisis del 2001, o lo que a través del libro se entiende de dos formas análogas: “la política del nosotros” y la “infrapolítica”. La aporía pasa por el hecho de que, a la vez que la irrupción del “que se vayan todos” hace posible un escenario favorable para la intromisión hegemónica de Néstor Kirchner, el propio triunfo electoral del Frente para la Victoria y su gobernabilidad posterior suele acentuarse bajo la condición de negar y silenciar esa  potencia iniciática que irrumpe en el 2001. Sobre ese punto ciego que signa “ el nosotros”, kirchneristas como anti-kirchneristas estarían compartiendo una misma posición que niega la infrapolítica del poder destituyente, o peor aún, que lee esa interrupción como un elemento más de un panorama más amplio de la crisis económica y social que produjeron los reajustes neo-liberales. El Estado Posnacional, entonces, se construye a partir de la invisibilidad de los modos de organización política que, a contrapelo de una conquista hegemónica del Estado, propusieron formas varias de participación común y construcción de resistencias encarnadas en diversas figuras infrapolíticas que van desde  la multitud al desocupado, del piquetero al investigador militante.

Frente al nivel infrapolítico que recoge la amplia gama de la “política del nosotros”, el kirchnerismo según Hupert no solo opera con su tachadura simbólica, sino que también en la práctica suele cooptarlos a través de mecanismos de expansión que transforma la infrapolítica en micropolítica. Si por zona infrapolítica entendemos un proceso de actuar y hacer en autonomía y en constante resistencia al Estado (formas nocturnas, secretas, y contaminadas de la resistencia, como lo entiende James C. Scott en Domination and the arts of resistance, de donde proviene originalmente el término), en el nuevo nivel micropolítico asistimos a una diagramación por parte del Estado en donde se reorganizan las territorialidades y se aglutinan sujetos más alejados del aparato estatal. Si la infrapolítica supone una actividad del “nosotros” frente al Estado, desde la inversión micropolítica, la operación estatal aparece habitar los niveles más recónditos y alejados del tejido social. Por momentos, Hupert parece entender que la hegemonía, en su proceso de acumulación de signos y demandas en una cadena equivalencial, puede llegar a resultar nociva para la infrapolítica hasta convertirla imperceptible o inexistente. En otras discusiones de la “infrapolítica” a lo largo del libro, también pareciera que la infrapolítica marca una período histórico, y no tanto una actividad capaz de agrietar la extensión de la dominación y la visibilidad misma de la sumisión hegemónica:

    "Si recordamos que las Madres son el primero de los acontecimientos infrapolíticos, se hace manifiesto que el régimen político kirchnerista es un régimen forjado en función del reconocimiento inoculado de lo antes excluido de la representación…[…] 2001: afirmación infrapolítica + agotamiento de la representación como liga >> 2003-11: ascenso de las ligas gestionaría e imaginal + investigación de la infra como micropolítica. Y ahora, 2011: desafío de cierre + desafío de apertura (p.67-70)”.


Si bien Hupert abre espacio para pensar la política argentina del presente de otro modo, al concebir la infrapolítica dentro de una periodización histórica de sujetos políticos anti-estatales concretos (Abuelas, piqueteros), este análisis pareciera incapaz de profundizar en los modos en que la infrapolítica puede subvertir, escapar, y fisurar los dispositivos de captura estatal, incluso luego de la expansión de la representación en forma micropolítica.

El concepto de infrapolítica para denominar una “política del nosotros”, tal y como la irrumpe hacia el 2001, se asoma también como recurso analítico para entender la política del presente desde abajo. Pensar el kirchnerismo desde su condición de posibilidad no-estatal, permite interrogar zonas de subjetividades, lenguajes, potencias, y afectos que se resisten a la reducción de la “lógica de demandas” tal y como propone Ernesto Laclau en su modelo de retórica populista. La infrapolítica sería el espacio de condición, aunque también aquel donde habitan las pasiones felices atravesadas por la contaminación de una subjetividad que, desde la informalidad y asaltos microscópicos, consiguen habitar en un registro subterráneo paralelo los diseños de visibilidad simbólica y discursiva que supone la construcción del Estado. Como concepto quizás es importante apuntar que la infrapolítica proviene de dos genealogías disímiles, aunque compatibles en más de una forma.

Por una parte, infrapolítica consta de una vertiente antropológica y descriptiva de modos de “resistencias tenues” tal y como los estudia transversalmente el politólogo James C. Scott, en su importante libro Domination and the Arts of Resistance (Yale University Press, 1990). Para Scott, la infrapolítica no denomina una forma de resistencia voluntarista o ideológica de las capas subalternas frente a la dominación política de Estado, sino que describe todo el arsenal de murmullos y actos transgresores por los cuales los sujetos subalternos cobran agencia y rehúsan a su antojo herramientas y esquemas de la dominación misma. Infrapolítica intenta burlar y desviar los “efectos” de la dominación. Otro uso del término infrapolítico aparece, de manera intermitente y con múltiples usos analíticos, en varios trabajos del filósofo y crítico literario latinoamericanista Alberto Moreiras. Para Moreiras, infrapolítica suele articularse como sinónimo de un doble registro político de la deconstrucción frente a la estructura que encarna el “biopoder” y la totalidad de los aparatos de subjetivizacion. En otras instancias, en particular en el libro Línea de sombra: el no-sujeto de la política(Palinodia, 2006), la infrapolítica pareciera señalar un éxodo del poder tanto hegemónico como contra-hegemónico, siguiendo a Heidegger, para quien estas dos formas de lo político no logran escapar su forma imperial-romana. El uso del término “infrapolítica” en Hupert, en cambio, estaría más cercano a la reelaboración llevada a cabo desde el 2001 por Diego Sztulwark y Colectivo Situaciones, que se sitúa en relación doble ante la categoría del Estado. Un primer modo de entender la infrapolítica sería como el nombre y práctica de la politizaciones autogestionada durante la década de los 90s, y carentes de modos de representación institucionalizadas, renuentes a toda traducción hegemónica. Otro uso de infrapolítica aparece en el post-2001, y tiene que ver con la continuidad de estas formas de autogestión una vez que se ha instalado el Estado posnacional. Curiosamente el libro de Hupert no elabora sobre los modos en que la infrapolítica, precaria o debilitada, ha continuado durante la era kirchnerista. Más bien uno pudiera decir que al entender la infrapolítica tan apegada a los hechos y condiciones del 2001, se vuelve un tanto difícil entenderla como praxis cotidiana y rutinaria,  contestataria y subterránea, a la menara de Scott o Moreiras, cuyos usos no se restringen a un historicismo o a sujetos identitarios.

Si el estado posnacional es la expansión sobre los hilos más profundos de la subjetividad social, sus modos de concentración simbólica se dan a través de un balance entre lo que Hupert denomina el proceso de “imaginalización”. En esto el libro de Hupert comparte un elemento que libros sobre el kirchnerismo tan disímiles como La audacia y el cálculo de Beatriz Sarlo, Kirchnerismo: una controversia cultural de Horacio González, o La anomalía kirchnerista de Ricardo Forster, también colocan en el centro de la discusión argentina: el lugar de lo simbólico y la producción de imágenes como soporte fundamental en la gestión kirchnerista. La novedad del análisis de Hupert radica, sin embargo, en lograr escapar de la polaridad que entiende el uso de las imágenes ya sea como “Celebrityland” cuasi-oportunista (Sarlo), o como proceso de reactivación de espectros peronistas y lenguas nuevas (González y Forster). Hupert sitúa el uso de la “imaginalización” no como recreación de simulacros ni formas del pasados, sino como franjas en donde se intenta enmendar la distancia entre la esfera económica y la política, la de la construcción de una imagen selectiva, cortando y pegando momentos históricos y obviando otros. La teleología kirchnerista se traza en una línea recta que va desde el primer peronismo sindicalista basado en el imaginario del trabajo proletariado, pasado por las resistencias del peronismo de izquierda de los 70s, hasta llegar al nuevo momento de refundación nacional con Kirchner en el 2003. Discutir la “imaginalización” del kirchnerismo le permite a Hupert demostrar los modos en que la presentación del gobierno, así como su “temporalidad histórica y económica” caminan a ritmos desiguales. Así, el imaginario del kirchnerismo no es tanto una discusión sobre los usos de símbolos, sino más bien sobre la imagen política que el gobierno construye para poder hablar desde el “Estado” en tiempos que ya han dejado de serlo. La imaginalización es el modo de gobernar una vez que ya hemos comenzado a habitar tiempos posnacionales.

Si en un registro la “imaginalización” describe el nivel simbólico de la gobernabilidad, la “gestión” denomina su modo práctico, tal vez el dispositivo tecno-político que hace posible traer de vuelta la politización a las bases en tiempos posnacionales. La “gestión” más allá de ser un plan de gobierno con contenidos ideológicos fuertes que determinan el carácter “progresista” del gobierno, viene a marcar un modo de llevar la gobernabilidad hacia delante,  conteniendo así una mínima conflictividad posible. La gestión, según Hupert, va marcando el “desorden objetivo” de la realidad posnacional que el kirchnerismo va aliviando y resolviendo a su paso. Al igual que la extensión estatal micropolítica, la gestión es un proceso expansivo que va tapando huecos en su camino, evitando así niveles de conflictividad mayor, y reduciendo todo intento de una “política del nosotros”. La “gestión” se preocupa por ir multiplicando respuestas a estos conflictos (aquellos marcados por la producción misma de subjetividad), a la vez que suele interpelar a sectores del poder, para así mantener una visibilidad de gobierno populista que en lo imaginario busca dividir, en efecto, la sociedad entre aquellos que representan al “pueblo” contra a los bloques de intereses económicos-institucionales. Así, la gestión funciona paralelamente al proceso de imaginalización, si bien sus operaciones son siempre a corto plazo, contingentes, y de una asimetría constante hacia los sectores más alejados de los aparatos estatales. A partir de este análisis, pudiéramos leer a Hupert contestando abiertamente a la teoría populista de Laclau, puesto que ya no es la conflictividad de interpelación el centro de lo político, sino la gestión como expansión objetiva-contingente de un Estado que huye de la conflictividad con sujetos infrapolíticos que demostraron ejercer el poder destituyente hacia el 2001. El Kirchnerismo quiere, a toda costa, evitar la mínima posibilidad de que algo parecido pueda tener lugar.

El Estado Posnacional es un libro de coyuntura y de pensamiento sobre el presente político argentino. Sin embargo, tampoco es un panfleto, ni un folletín político. Tejido a partir de conversaciones en un taller de historia política argentina que tuvo lugar en el 2007 por el propio Pablo Hupert, El Estado Posnacional formalmente puede ser leído como una reactivación del diálogo platónico. Aunque a diferencia de Platón, Hupert se propone interrogar y abrir espacios desconocidos, lanzar hipótesis e investigar, sin a priori mediantes, zonas que parecieran incuestionables en un debate político. Antes que hablar con sabiduría y datos, Hupert discute a partir de las dudas y las incertidumbres. Hupert no es el sabio, sino el maestro ignorante que aprende de otros y de sus interrogantes. Quizás por el carácter mismo del libro, una de las preguntas fundamentales que despierta su lectura queda afuera: ¿cuál es la condición concreta de los sujetos infrapolíticos hoy? ¿Es posible la cooptación integral de la praxis infrapolítica ante la nueva expansión imaginal y gestional del Estado K?

Uno de las efectos que genera la lectura del libro de Hupert es una tesis que pudiera avanzar una hipótesis curiosa: si ante la expansión del Estado asistimos al debilitamiento de toda actividad infrapolítica, entonces esto implica que con el neo-liberalismo, carente de todo estatismo, presenciamos una expansión de la infrapolítica desde los márgenes hacia el centro. Paradojalmente el neo-liberalismo, desde el lente infrapolítico, aparece entonces como proyecto de mayor democratización, o al menos, como proyecto político en el cual, toda una zona de “políticas del nosotros” deviene en transformaciones profundas de afectos, lenguajes, y vidas en común. Hupert escribe: “Es como si dijésemos que ante un Estado abandónico como el de los 90s era mass sencillo  desarrollar valores y modos de vida autónomos que con un Estado mass paternal…La metáfora del régimen político kirchnerista es un papa diciendo “chicos, vuelvan a casa, la voy a hacerlo mass cómoda posible con tal de que no desconozcan…” (p.69). Por eso la pregunta por la infrapolítica actual, bajo la presencia “fuerte” del Estado, es también una oportunidad para volver sobre el neo-liberalismo justamente como productor de precariedad por una parte, pero también, más interesante aun, capaz de generar empalmes sociales alternativos mucho más resistentes.

Frente a la encrucijada de la aparición del Estado, Hupert reclama volver a poner en el centro de la discusión a los movimientos sociales, la subjetividad infrapolítica y los afectos en la compleja realidad que atraviesan los procesos latinoamericanos. El libro de Hupert se enriquece si se pone en diálogo con toda una reciente bibliografía de estudios teórico-políticos, tales como la publicación Debates & Combates de Ernesto Laclau,Habitar el Estado de Sebastián Abad y Mariana Cantarelli, Politics on the edges of Liberalism de Benjamin Arditi, o Post-Soberanía de Oscar Ariel Cabezas.  En este sentido, El Estado Posnacional interviene en una discusión actual de la teoría política sobre Estado y movimientos sociales en América Latina, en la cual Hupert reconstruye no solo una historia alternativa para pensar el kirchnerismo, sino una matriz que ofrece una salida al pensamiento estatista que encarnan hoy no solo aquellos situados en el Estado, sino también sujetos interpelados por el pensamiento único de la hegemonía en tanto dominación.

Uno de los gestos centrales de la intervención de Hupert, de la mano del pensamiento teórico de Ignacio Lewkowicz y Colectivo Situaciones, es apostar por la complejidad del análisis teórico en medio de un proceso político cuya fuerza siempre parece tener al Estado como pieza monolítica de posiciones binarias. Más allá de las simpatías conocidas por el “regreso del Estado” en la región – que a su vez es siempre con respecto “al pasado” neo-liberal y que aun reproduce el lastre de una lógica de superación y desarrollo – el libro de Hupert, a diferencia de la antipatía liberal defensora de institucionalismos insuficientes, se instala en una discusión del presente desde una lengua y un pensamiento renovador (léase infrapolítica). El Estado Posnacional estudia esta interesante nueva complejidad argentina que llamamos kirchnerismo, pero a la vez tiene la fuerza para lanzar incomodas interrogantes capaces de renovar nuevas potencias y fisuras en el reverso de la hegemonía.

martes, 27 de agosto de 2013

El triunfo del 2001 en las elecciones de 2013

Por Víctor Militello


Muchas voces se refieren a 2001 como un fracaso, una revuelta que se desvaneció sin dejar ninguna huella ni continuidad, que no tuvo ninguna clase de eficacia.
En muchos casos es probable que no sea más que resentimiento, pero en muchos otros se trata de un balance que surge de modos de evaluar los hechos políticos según referencias espectaculares: como no se cambió todo, no cambió nada.
Ahora bien, si 2001 fue una puesta en cuestión de la política de representación que, por otra parte, surgió por fuera de partidos y sindicatos, si la problemática que planteaba se concentra en este carácter, entonces su eficacia resulta asombrosa: destruyó el sistema de partidos que sostenían la gobernabilidad democrática. Dijo que se vayan todos y los partidos …se fueron!!
Y esta es la tesis de este breve artículo: en la Argentina no hay más partidos formando parte del entramado político de la gobernabilidad (sólo permanecen fieles a la forma partido algunas formaciones de izquierda, pero no forman parte de los partidos de gestión estatal, aunque cabría preguntarse que rol juegan en la gobernabilidad, si es que juegan alguno).

Gobernabilidad y sistema de partidos
Gobernabilidad es un término denso, polisémico, difícil de precisar y delimitar.
Para nuestros fines nos alcanza con definirlo como la capacidad estatal de encuadrar a las masas bajo su conducción y ordenamiento, constituyendo un lazo.estableciendo cierta normalidad en la situación, organizando los conflictos y su resolución de manera tal que se mantengan a distancia del estallido y la conflagración abierta. Para ello entran en juegos numerosos dispositivos, tácticas y estrategias, que son, precisamente, las prácticas de los dispositivos de gobierno.
Es en parte asimilable al concepto de hegemonía; gobernar es hegemonizar la conflictividad.
Ahora bien, parte de la densidad de este concepto se deriva del hecho de que no se distingue entre hegemonía política y hegemonía cultural, o ideológica, dimensiones que están muy entrelazadas, por cierto, pero no son idénticas. Esto hace perder de vista la singularidad de los procesos políticos. Todavía más, nos animamos a decir que “cultura” desplazó a “política” en muchos discursos actuales.
No siempre una crisis política supone un desfondamiento de los sistemas culturales. Por ejemplo, en las revoluciones del siglo XX vemos que la crisis política no disuelve la “ideología dominante”, cosa que, por otra parte, los revolucionarios conocían perfectamente. Son innumerables las declaraciones al respecto: tras la toma del poder    (que era el sentido predominante de la categoría de “revolución”), la ideología burguesa sobrevivirá incluso por generaciones. Por supuesto, eso no significa que quedara indemne.
De modo que el acontecimiento político nunca es total, no transforma inmediatamente la totalidad del mundo-la cual no existe, dicho sea de paso- ni disuelve los imaginarios preexistentes, los sistemas simbólicos y de lugares, los modos de vida.
Y tampoco lo hizo 2001.
En todo caso, la eficacia de las irrupciones populares debe medirse por su capacidad de determinar la situación en la que se inscriben. Y esta situación en el 2001 era la de la política y su sistema de gobernabilidad y hegemonía política (y no la de la totalidad de la sociedad)
2001 transformó la política, al menos en algunos aspectos, no la (inexistente) totalidad del mundo.

Neoliberalismo y crisis del Estado-Nación.

El neoliberalismo erosionó la lógica interna del Estado-Nación, el cual no desapareció, como es evidente, sino que se debilitó, distorsionó y desactualizó. Se comenzaba a requerir nuevas estrategias.
No abundaremos aquí en sus causas sino que simplemente constataremos su incidencia y trataremos de localizar sus efectos.
En lo fundamental el neoliberalismo golpea en el alineamiento institucional: el sistema de instituciones deja de resonar en un punto central que los ordenaba y cuyo eje era el Estado-nación. En términos generales se trataba de la compatibilidad entre dispositivos disciplinarios de encierro que, resonando entre sí y con el centro estatal, adquirían densidad y fibrosidad. La familia, la escuela, la fábrica, los hospitales, etc, etc, dejaron de tener ese telón de fondo que era el Estado-Nación y, viceversa, éste dejó de sostenerse en ciertas condiciones que le garantizaban estabilidad. Y las instituciones se convirtieron en galpones, como decía el historiador Ignacio Lewkowicz.
Velocidad, liquidez, fluidez, son otras tantas maneras de nombrar esta erosión.
Hasta aquí la crisis de hegemonía del Estado-nación refiere sobre todo a su sistema cultural, ideológico o de eficacia de dispositivos de poder múltiples y variados subsumidos en una misma diagramático.[1]
A estas condiciones, que proveen de una estabilidad de fondo al Estado-Nación, las llamo condiciones de estatalidad: el Estado reposa serenamente sobre un fondo rocoso que ni siquiera los golpes de estado lograban conmover, más bien todo lo contrario El pasado, la densidad histórica, predomina sobre el presente y el futuro, lo acumulado, los estratos, se imponen y refuerzan mutuamente.
Ahora bien, en sociedades democráticas la gobernabilidad política se expresa a través del sistema de elecciones y, por lo tanto, a través un sistema de partidos en competencia, esas grandes formas de la disciplina moderna, de la lógica del encierro, rara vez caracterizada de este modo.
Y sin esta hegemonía política las condiciones de estatatlidad no estarían completas. Y aquí sí los golpes de estado jugaban un papel negativo, al recortarla y subordinarla al poder militar.
Pero tras la Dictadura del 76 los golpes de estado devinieron imposibles. Si esta dictadura creó, por un lado, condiciones favorables a la gobernabilidad al eliminar a los rebeldes, por otro lado introduciría el elemento neoliberal que iría a erosionarla.
Sin embargo, la posdictadura vio el retorno de un sistema bipartidista ( peronistas y radicales) que, incluso si se debilitaba, seguía siendo hegemónico. La destrucción de una forma histórica y determinada de hegemonía cultural aún no llegaba a la política. Y ello porque la sanción del agotamiento de una forma política no es un fenómeno de estructura, sino de intervención subjetiva. Una política-incluso si está en ciernes y es débil e indeterminada- desplaza a otra.

2001 y el fin de la forma partido

No toda forma de agrupamiento colectivo en política es un partido. Incluso en la historia se reivindicaron otras formas: ligas, uniones, milicias o ejércitos populares y otras. En la actualidad, post 2001, se impone una nueva, de la que hablaremos más adelante..
¿Que caracterizaba a la forma partido en términos muy generales?
En primer lugar, que se organizaba en torno a una “plataforma” (o declaración de principios) y un programa que lo expresaba. Y que les imponía exigir una autonomía relativa respecto del aparato del estado ( sobre todo cuando no se tenía dominio sobre él).
En segundo lugar, configuraba una forma de militante reconocible a distancia: el cuadro, el militante profesional, rodeado de simpatizantes, adherentes y público en general.
En tercer lugar, en que tenía una vida interna intensa conformada por ciertas prácticas más o menos frecuentes: congresos, plenarios, discusiones de coyuntura (situación nacional, situación internacional, análisis de las relaciones de fuerza, etc). En suma, el proceso de producción de la famosa “línea” del partido.
En cuarto lugar, que disponía de una prensa partidaria, incluso bibliotecas y espacios de formación política.
En quinto lugar, aunque parezca demasiado obvio, que tenía autoridades y jerarquías, elegidas en internas “cerradas”, y que conformaba buena parte de la lucha de tendencias a su interior. Y este rasgo viene al caso cuando, al momento de escribir estas líneas, el partido más importante de la Argentina, el PJ, no tiene autoridades definidas, algo impensable en otros momentos de la historia.
En sexto lugar, tenían cierta estabilidad, se sostenían en el largo plazo, muchas veces sin modificaciones esenciales. A esta disposición no le era ajena la disciplina interna, el ser “orgánico” con el partido.
Por último, tenían una ideología definida.
En suma, eran cuerpos sólidos, que tenían órganos y funciones claras y precisas.

En fin, podríamos continuar, pero con estos siete puntos creemos que tenemos lo suficiente para afirmar que en la actualidad las agrupaciones políticas electorales, en su mayoría, ya no son partidos, ni siquiera gelatinosos., como se los ha llamado alguna vez. Incluso podríamos agregar que los agrupamientos actuales no cumplen con ninguna de estas siete características.
Entonces ¿qué es lo que hay? ¿Cómo llamar a estos nuevos agrupamientos?
Elegimos llamarlos agencias para la selección de candidatos para la gestión estatal. Es la novedad reaccionaria post2001. Su rasgo característico es la volatilidad, la transformación incesante de sus miembros y sus orientaciones ideológicas. Su evanescencia permanente, su reacomodamiento perpetuo. Esclavos de la fluidez, sobreviven sin forma.
Por supuesto, carecen de plataformas y programas, no tienen militantes sino funcionarios activistas ( en muchos casos o bien son funcionarios públicos, o de organismos internacionales, o de agrupamientos empresariales o directamente de empresas, o todo eso junto), su “vida interna” se tramita entre el secreto de la mesa chica, las internas “abiertas” y los medios de comunicación, (y las encuestadoras y las consultoras de marketing que reemplazan a los órganos pertinentes del partido) que son, a su vez, lo que vino a sustituir a la prensa partidaria, son inestables e indisciplinados, descreen de las ideologías y del pensamiento “fuerte”, el cual produce, según parece, una indigestión grave en el electorado. Y son, plenamente, aparatos organizadores de estado, del cual no se distinguen. Si el drama de las revoluciones fue la fusión del partido y el Estado, el Estado-Partido (también desarrollado por los fascismos), el de las sociedades actuales es el Estado-Agencia., forma dominante de la Democracia S.A., fusión plena del Capital y el Estado.
Ahora bien, no es sólo la fluidez quien ha sancionado su senectud, sino, y sobre todo, la intervención popular.
¿Es necesario demostrarlo? Creemos que no. Sin embargo, nos gustaría afirmar que el que se vayan todos era una consigna política dirigida al conjunto de la llamada “clase política” (o que incluso constituyó el sintagma “clase política” como tal). No era una demanda económica, ni social, ni de otro tipo, sino directamente política que golpeó en el corazón de la gobernabilidad: la forma partido y su sistema de encierro de la práctica política en encuadramientos previamente.normalizados.

La nueva gobernabilidad.

Al Kirchnerismo le tocó llegar al poder con el sistema de gobernabilidad erosionado y agotado por la acción de la máquina neoliberal, por un lado, y la intervención popular, por el otro. Y renegó tanto de uno como de otro, aunque de manera muy diferente: al neoliberalismo lo puso como enemigo, al 2001 lo olvidó, ninguneó y caracterizó como “infierno” para mejor robarle sus banderas.
Atenazado por múltiples imposibilidades (imposible reprimir abiertamente, imposible privatizar, imposible comportarse como “clase política”, imposible contar con el fondo institucional y con el sistema de partidos, imposible tener relaciones carnales con el Imperio, etc, etc) debió inventar una nueva gobernabilidad, para lo cual no disponía, obviamente, de un plan previo.
De modo que debe improvisar, variar, intervenir continua e incesantemente, armar dispositivos específicos para cada situación de crisis, darse una movilidad sorprendente y desconocida, que para sus seguidores es el índice de su vitalidad, para poder construir día a día y paso a paso la gobernabilidad política perdida..
Ya no contaba, ni podía contar, con esa especie de bajo continuo que he llamado condiciones de estatalidad para un período determinado.
Reconstruirlas era, entonces, su tarea y su obsesión, su objetivo fundamental al cual se subordinaban todos los otros.
La reconstrucción de las condiciones de estatalidad era, el verdadero norte estratégico del gobierno K, al cual numerosas prácticas se le subordinaban como sus formas tácticas.: las estatizaciones, la transversalidad, la reforma de la corte, la política de DD HH, los planes sociales, la captura de ciertos movimientos sociales, la creación de una nueva “militancia”, la constitución de grupos intelectuales como Carta Abierta, la invención de un “otro” abominable que sería la “derecha”, la “corpo” etc, etc.
Y en este sentido la novedad reaccionaria K fue bastante exitosa.
Ahora bien, reconstruir las condiciones de estatalidad sobre la cual montar una nueva gobernabilidad ni es tarea para un solo gobierno ni es un objetivo cumplido.
Lejos de eso, la crisis sigue abierta, la formas estables no llegan, el lazo entre Estado y Sociedad no se clausura o sanciona. No hay, por ahora, un nuevo Contrato Social.
El K es como un caminante sin camino, que debe colocar el suelo bajo sus pies a cada paso. Eso le de un tono épico, de aventura, incluso casi poético: es como un migrante sin rumbo ni destino, una anomalía, una intemperie. Es un gobierno de excepción,  en tiempos de excepción, que gobernó excepcionalmente, lo que le valió el mote de “autoritario” con el cual la oposición no cesa de mortificarlo.
Sin embargo, además del disgusto que nos provoca la poesía de Estado, debemos decir que tan frenética actividad cansa, y que los efectos de este cansancio empiezan a percibirse, que el género de la literatura de aventuras y viajes no es el preferido por los gobiernos, cuya consigna central y eterna será siempre: seguridad, si, seguridad para todos, y en primer lugar para la gobernabilidad. El lazo de obediencia al Estado.







[1]  Para todos estos temas recomendamos El estado postnacional, de Pabo Hupert, donde esta problemática se analiza extensa y detalladamente.
 

martes, 24 de abril de 2012

Un intercambio


Hola Pablo:
 
Leí tu libro con suma atención, a veces releyendo párrafos y páginas enteras, porque me resultó muy didáctica tu aproximación al fenómeno K. Esa guía me permitió traducir el discurso de reasunción de la presidenta y entender algunos sucesos que se produjeron en los ocho años anteriores y los que se esperan a partir de ahora. 
Todo gira en torno a la gestión que asegura la gobernabilidad, en detrimento de las instituciones republicanas, y la resolución de conflictos, más allá de cuestiones formales, reafirman la imagen presidencial tan disminuida a raíz de los acontecimientos del 2001 junto a una poderosa red propagandística que no da tregua y que poco a poco se va a tornar opresiva.
Creo que esto podría ser un resumen de lo que entendí. Por supuesto, surgen muchos interrogantes, algunos de los cuales voy a plantear:
 
¿Kirchner asumió en 2003 con el propósito de gobernar como lo hizo o fue tomando decisiones sobre la marcha?

Respuesta: Un poco y un poco: lo seguro es que no tenía ningún plan paso-a-paso
 
¿Tenía conciencia de lo que llamás la “infrapolítica de los nosotros” y a partir de esta realidad diseñar un modo de administrar?

R: Sí, aunque no como la conceptualizo yo. Prat Gay cuenta que una vez desde la Rosada, K le mostró un piquete y le dijo "mire: yo estoy acá para que esa gente vuelva a su casa" y K sabía muy bien que esa gente no iba a volver ni a punta de pistola (como demostró 19-20) ni vía sindicalización estatizada como había echo el primer peronismo.

¿Fue él quien planificó y llevó a la práctica la gestión como método efectivo de satisfacer necesidades?

R: No, fue el mercado; la política ya lo había comenzado a incorporar, pero K lo multiplicó y expandió y lo convirtió en sistema de consenso y de obtención de gobernabilidad.
lo que intenta mostrar mi libro, como presupuesto general, es que los políticos no hacen lo que se les ocurre y mucho menos lo que planifican (que es la imagen que dan los periodistas sean oficialistas, opositores o independientes), sino que toman las condiciones de su circunstancia y las afrontan con los elementos que en su circunstancia andan sueltos; el modo como los articulan, junto a alguna que otra característica personal, sí puede llegar a ser original de ellos y esa articulación es lo que conforma su perfil de gobierno.

¿Creés que en algún momento se pueda volver a la institucionalidad tradicional o tantos años haciendo caso omiso de ella ya la han dejado obsoleta y fuera de servicio?

R: Imposible que vuelva; por eso hablo de un Estado posnacional, justamente.

¿Pensás que como consecuencia de algunas desviaciones del plan original –cancelación de los subsidios, aumento de tarifas, techo para las paritarias- pueda aparecer nuevamente el fantasma del “nosotros” y en ese caso con menos argumentos –menos caja- la presidenta volverá por los fueros tradicionales?

R: En el verano se vio que el fantasma nunca desapareció, aunque sí se transformó, entre 2003 y hoy: Famatina, por ej., los docentes, etc., etc.
También se viene viendo que el gobierno necesita satisfacer a todos con menos recursos que antes, lo cual es muy difícil sin poder recurrir a la represión abierta; igual, se viene desarrollando (que no planificando) una represión también posnacional: tercerización, provincialización del uso de la fuerza (Formosa, Neuquén, Salta), patotas (Sta Cruz, FFCC, etc.), chicaneo mediático (678, Tiempo Argentino, etc. etc.), ahogo presupuestario (lo denunciaron radios independientes riojanas y seguro no son las únicas), listas negras privadas (como las confeccionadas por las mineras en La Rioja), sicarios privados (como en Sgo del Estero), judicialización de la protesta, difamación mediática, gatillo fácil, etc., a lo que se suma la ley antiterrorista (que ya se aplicó a 25 antimineros catamarqueños), el proyecto X, el uso de gendarmería en los conurbanos, entre otras.

Para terminar, no quiero aburrirte, este enfrentamiento con Moyano ¿te parece teatro o hay algo cierto de trasfondo?
R: No lo sé, pero tenemos que aprender a pensar los teatros como ciertos, pues vivimos la era del espectáculo. lo que me parece es que Cristina está buscando la mayor lealtad posible en sus adláteres y ya no solo en su "mesa chica"
 
A propósito, en una parte del libro escribís que el proyecto K es volver al punto en que fue interrumpida la experiencia Cámpora que dio comienzo a la etapa Dictadura-neoliberalismo.
R: No digo eso; digo algo que es casi lo opuesto: que aunque imaginalmente pregonan  volver al punto en que fue interrumpida la experiencia Cámpora que dio comienzo a la etapa Dictadura-neoliberalismo en realidad son un movimiento que incorpora en sus prácticas todo lo que ocurrió luego de 1976, tanto en lo que hace a técnicas de gobierno (que incluye técnicas mediáticas) como a trato con los de abajo (que incluye co-gestión de lo social con los nosotros extraestatales).

 Con ese retorno al pasado vuelve también el antagonismo Montoneros-CGT, una de las columnas del desastre que vino a posteriori. Los neomontoneros actuales son funcionarios con sueldos de novela y no como sus predecesores que, a mi juicio, equivocados en la metodología, estaban dispuestos a jugarse la vida por su ideología. Entonces, ¿hasta dónde puede llegar esta pugna? Mi temor es que alguien, en algún momento, uno que sea mas papista que el papa, vaya más allá de las palabras y se le escape un tiro. Lo cual sería una tragedia. 
R: Yo no lo veo probable, pero tal vez yo no sepa leer lo cierto de ese teatro :)

Aunque el discurso K parecería calentar el ambiente en esa dirección. En este sentido, Cristina me resulta un poco más decidida que Néstor.
 
Como ves, el mérito de un libro es dejar inconclusas las respuestas y provocar nuevas preguntas. Mérito, por supuesto, todo tuyo.
Un abrazo
 
Pablo F.

lunes, 30 de enero de 2012

Amigos para pensar la vida

por Sebastián Stavisky

Los amigos hoy más que nunca sirven para pensar la vida

En una de las primeras páginas de un libro amigo del libro de Pablo que, a su vez, me regaló un amigo, dice algo así como que los amigos hoy más que nunca sirven para pensar la vida. Creo la palabra amigo es una de las palabras más hermosas que hay.  Es maravilloso el modo en que la usan los nenes para referirse a un otro, al que muchas veces no llaman por su nombre, tal vez porque incluso ni lo saben, porque lo acaban de conocer y aún no le preguntan cómo te llamás, pero ya lo reconocen como amigo. ¿Querés ser mi amigo?, le preguntan a veces. Otras, ni siquiera hace falta. Algo similar sucede con otros no tan nenes –si es que ser nene sea una cuestión de recorte etario y no simplemente, como la amistad, una forma de vida- que, en el reconocimiento de un modo de ser en común, se dicen entre sí amigo.
Una de las potencias de la palabra amigo es que, a mi entender, no carga con oposición. A diferencia de lo que ciertos usos de la filosofía política aún sostienen, el enemigo no es la antinomia del amigo, no es el anti-amigo. El anti es otra cosa. El anti es el que no quiere ser amigo, el que no se engancha, el que no se copa. Pero no por ello se ubica en las antípodas del amigo. Antes que ello, se vuelve indiferente. En el libro de Pablo hay un apartado muy lindo que habla justamente sobre la dinámica actual de los movimientos sociales como una dinámica de amigo/indiferente. Con el enemigo –si vale el juego de palabras- la cosa es muy diferente. El enemigo no puede ser indiferente. No pasa desapercibido. La intensidad del vínculo que une a dos enemigos sólo es comparable con la que une a dos amigos. Con los amigos todo, con los anti nada, contra los enemigos la muerte. Pero un anti, un indiferente, incluso un desconocido, no puede convertirse así como así en enemigo. Un amigo, como decía, puede ser amigo a primera vista. Un enemigo no. Al enemigo es necesario antes conocerlo. Saber su nombre, conocer sus mañas, sus vínculos, sus costumbres, sus traiciones. Y sólo se puede conocer tanto así a alguien habiendo sido antes su amigo. Habiendo sido su amigo hasta que, en algún momento, aquella amistad se haya roto por medio de una traición. El enemigo es el amigo que traiciona. No el que no se copó, el que se cortó. Con el que se corta la intensidad de los vínculos se diluye. Con el enemigo se mantiene, quizás incluso se fortalece, aunque de un modo muy distinto al que era. No de un modo opuesto, sino tan sólo diferente.
En un ensayo de la antropóloga Mary Douglas, la autora trabaja con el uso que suele hacerse de las metáforas en ciertos discursos y encuentra su fundamento en, lo que propongo llamar, una política de la similitud. Si nos apresuramos un poco, podríamos decir que la conclusión del ensayo es que la similitud es una farsa, no existe. La similitud no es una cualidad intrínseca de los objetos. Dos objetos nunca son esencialmente similares entre sí. El que una ballena sea similar a una vaca más que a un tiburón ballena depende de las categorías con que pensamos a la ballena y a la vaca en cuanto mamíferos, y al tiburón ballena en cuanto pez. Ahora, si utilizáramos otra categoría, bien podríamos sostener que una ballena y una vaca no son para nada similares, o que una ballena es mucho más similar a un tiburón ballena –por el modo en que se nominan, por el ambiente que habitan- que a una vaca. Al igual que la metáfora, la representación contiene a una política de la similitud como fundamento. Cuando decimos que alguien nos representa estamos diciendo que pensamos de modo parecido, que su palabra es similar a la nuestra. Pero la representación va un paso más allá. No mantiene la similitud entre dos objetos, entre los que aún se abre cierta distancia pues el hecho de que sean similares no implica que sean idénticos. La representación es, en este sentido, mucho más violenta que la similitud en cuanto borra la distancia y, con ella, los objetos mismos. Identifica uno con el otro y, a partir de allí, ya no hay más dos objetos sino apenas uno. Ya no hay más dos palabras sino apenas una.
Realizar una crítica a la similitud es, al mismo tiempo, realizar una apología de la diferencia. Creo ésta es una de las cosas más lindas que tiene el libro de Pablo. Que marca una diferencia. Una diferencia que está abierta. En una de las presentaciones del libro, uno de los invitados decía que el libro de Pablo es un boceto. Lejos de molestarse por el comentario, creo debería tomarlo como uno de los mayores halagos que le hayan hecho pues implica que el libro es coherente con aquello que propone, un pensamiento que abre, una diferencia que no cierra. Y qué difícil es pensar la diferencia. Requiere despojarnos de las categorías no sólo con que pensamos sino, incluso, con que percibimos. Despojarnos como un andrajoso para descubrir nuevamente el mundo como un niño. Olvidarnos de lo aprendido. Saborear la inmanencia. Tantear las cosas. Caminar a tientas. Ensayar cada paso. Escribir bocetos. Como diría Paolo Virno, hacer que lo familiar devenga extraño. Siniestro. Es como la amistad, que no tiene un contrato previo que la estipule, que la dicte. Dos amigos no son similares, son comunes. Y la amistad entre ellos está siempre en juego. En cualquier momento puede romperse. Puede alguno convertirse en un anti y dejar que el vínculo se diluya o, incluso, traicionar y convertirse en enemigo para luego, quizás, quién sabe, volver a ser amigo. Porque si las traiciones no se perdonan, es mentira que no se olvidan.
Desde que el movimiento de los indignados se convirtió por aquí en producto mediático, rápidamente asistimos a toda una serie de comparaciones con el 2001. Allí hay algo similar a lo que ocurrió aquí, nos decían las imágenes. En uno de los programas de 678, luego de mostrar un informe sobre el 15M, uno de los panelistas se preguntaba –porque él nunca pregunta, siempre fiel a su muletilla me pregunto- si en algún país de Europa asomaba el nombre de algún líder capaz de traer un poco de orden al caos que el movimiento expresaba, tal como aquí hubo sucedido –supuesto que no estaba en cuestión, los supuestos no se preguntan- con Néstor Kirchner. Lo interesante, a mi entender, de la anécdota, es el modo en que el nombre Kirchner fue convertido en aquella operación discursiva en una categoría con la cual pensar cualquier movimiento, cualquier salida del conflicto, cualquier superación del caos. Representante universal y concreto del supuesto retorno del Estado.
Algo similar ocurrió cuando en la presentación al libro de Pablo a que hacía referencia, aquel mismo que hablaba de bocetos, trazando una suerte de tradición mortuoria para la ocasión, comparaba a los pibes de Crogmanon con los del bombardeo del ´55 a Plaza de Mayo. Y es que, si la muerte es irrepresentable, no sucede lo mismo con los muertos. La ausencia de su palabra abre paso a que cualquiera pueda decir lo que quiera sobre ellos. Cualquiera hable en su nombre. Y qué fácil es. Otro de los conceptos que aquí componen máquina de aplanamiento junto a la similitud y la representación es el de la tradición. Que suena tan parecido a traición. ¿Es posible trazar una tradición de los muertos? O, mejor aún, ¿es posible comparar muertos? ¿Compararlos sin traicionarlos, sin volver a matarlos quitándoles su nombre, dejándoles consigo apenas la categoría de muertos? Y como resistencia contra tal violencia post mortem, en este régimen de imaginalización como le llama Pablo, pareciera que lo único que nos queda son las imágenes. Los únicos nombres de los muertos que hoy se recuerdan son los que portan imagen, los que tienen foto. A Darío y Maxi nadie los olvida. Pero los nombres del 19 y 20, ¿quién los recuerda? Mariano Ferreyra, su nombre, su imagen, están bien presentes. ¿Y los del Indoamericano, que además de no tener foto llevan apellido extranjero? Estoy seguro que, dentro de poco, si no lo hicimos ya, nos olvidaremos también de quién fue Cristian Ferreyra. O lo confundiremos con Mariano y acabaremos pensando que no son dos sino uno. Y no santiagueño sino de Avellaneda. Por ello sería prudente que, si queremos que luego de muertos no se olviden de nuestros nombres, revolvamos el cajón de las fotos y dejemos a mano una en que hayamos salido bien parecidos –en lo posible no cuatro por cuatro, pues ellas nos remiten a muertes otras. O inventemos modos alternativos de activar la memoria. Sin necesidad de recurrir a cualidades fotogénicas –que, por lo demás, seamos sinceros, no todos las tenemos-, pensemos qué hacer para que después de que sepultureros entierren el cuerpo de un amigo, no caigan detrás otros adalides de cementerio a querer enterrar también el nombre de nuestros muertos.


jueves, 5 de enero de 2012

Las continuaciones de 2001

Versión completa de la entrevista publicada en Cruz del Sur el 21/12/2011


-En el libro señalás que está la creencia de que el 2001 no sirvió para nada, de que “no echó a nadie”. Y advertís que en realidad gestó una transformación del Estado que debía cambiar, porque la relación representativa del Estado con la sociedad se había tornado “inviable”. ¿Qué fue lo que transformó ese 2001 y qué quedó de ese estímulo de transformación?
-2001 transformó, cuanto menos, a la clase política, al Estado argentino y a los mismos nosotros (o movimientos infrapolíticos) que lo protagonizaron. La clase política se encontró con, digámoslo así, la fuerza de los de abajo, ahora capaz de voltear gobiernos y servirle de contrapeso a las exigencias del capital transnacional; ahora podía abandonar la genuflexión, lo cual explica el pasaje de Néstor de menemista a progresista y confrontativo. Debemos imaginar el armado kirchnerista como surfista que para subirse a una gran ola debe dejarse llevar por ella y que finalmente aparece como liderándola pero que además puede –a diferencia de los surfistas reales– limitarla, reencauzarla, contenerla.
El Estado, por su parte, debió desarrollar técnicas de gobierno nuevas que le permitieran ponerse en relación con una sociedad sustancialmente distinta a la nacional: compuesta de consumidores más que de ciudadanos; movilizada en colectivos autónomos (como las asambleas, los piquetes y las empresas recuperadas) y no en partidos o sindicatos. La gobernabilidad de una sociedad así no se asegura “interpretando la voluntad popular” sino “resolviendo los problemas de la gente”, o sea, no representando sino gestionando, no argumentando sino seduciendo, no mandando sino satisfaciendo.
Pero la transformación más importante es la nuestra, la de los nosotros: tiene mil tonalidades, pero en breve aprendimos formas nuevas de compartir los problemas y las tareas, sin bajadas de línea (se difunden las asambleas), y modos no-institucionales de organización (proliferan los colectivos), y también modos nuevos de relación con el Estado: ya no delegándole todo, ya no fiándonos del funcionario sino confiando en nosotros. La carta a los políticos de Giros de Rosario es clarísima: “Esto que venimos a decirle es lo que vamos a hacer. Podemos hacerlo con usted, si tiene la voluntad política, y también podemos hacerlo solos.”
-Señalás que el “que se vayan todos” se alzó como una consigna de autonomía y no de enfrentamiento.
-Sí. Ni de guerra ni de resistencia ni de reclamo. A la vez que impugnaba a la clase política, “que se vayan todos” potenciaba a los nosotros como instituyentes. El enunciado “negativo” conllevaba una práctica constructiva. A la desolación neoliberal se la trabajó con colectivos, con avecindamiento y piquete, y no con Estado. La práctica de que se vayan todos decía “que venga nosotros” (y no “que venga el Estado”). Este plus práctico es el que los relatos mediáticos y estatales nos impiden ver, separándonos de la potencia nuestra. Las condiciones sociales contemporáneas (lazos precarios, consumismo, desolación, etc.) contribuyen a dificultar que el individuo vea el plus colectivo del sujeto 2001, por supuesto, pero desde el punto de vista político, la invisibilización es producto del régimen kirchnerista (que, por lo demás, alienta, con su desarrollismo, el desarrollo de esas condiciones sociales).
-Vos decís que el kirchnerismo es un hijo directo del 2001, una especie de “alfonsinismo con vigor sexual”. ¿Cuál fue la clave kirchnerista para interpretar el momento?
-Fueron muchas, pero la principal tal vez se resuma en: hay que reinventar el pacto de dominación. El manejo de Kirchner fue poner “que vuelva el Estado” donde decíamos “que venga nosotros”, y eso se lo agradece también la derecha. El nuevo arreglo debía asumir tres condiciones: imposibilidad de reprimir (recurso que había llevado a abreviar su mandato a Duhalde), imposibilidad de hacer ajustes (que había precipitado el final de De La Rúa) e imposibilidad de representar (planteada por la irrupción de los nosotros). Todo esto obligaba a satisfacer, aunque fuera parcialmente, las demandas que pudieran amenazar la gobernabilidad (y no las que no). A esa satisfacción hoy se la llama inclusión.
-Decís que el kirchnerismo ancló su atención en la infrapolítica. ¿En qué se reconstituyó esa infrapolítica hoy? Por ejemplo, cierto sector del movimiento piquetero.
 -En micropolítica, que, como decía, no es siempre integración institucional ni pérdida de la autonomía, salvo en ese sector que señalás. Por otro, no todos los colectivos son como Giros, por supuesto, pero la diferencia cualitativa es que hoy la micropolítica debe estar pendiente de lo que hace la macro, que ahora es ineludible y hasta parece de confianza.
¿El Estado posnacional empieza a perder el “pos” en la nueva gestión de Cristina?
-Al contrario, se consolida como megadispositivo de dominación social en tiempos de globalización. Si no vuelve el ciudadano (el que tenía derechos y obligaciones) y permanece el consumidor (que tiene solo derechos), no puede volver el Estado-nación. Vivimos en un híperindividualismo de masas. El Estado actual no es un crisol como el nacional, no funde lo heterogéneo. El Estado une por vía de la imagen lo que dispersa con sus prácticas de gobierno.
Por lo demás, las técnicas de gobierno kirchneristas (punteraje, represión tercerizada, espectáculos populares, redistribución selectiva, transversalidad) se expanden al resto de las fuerzas. En este sentido, el macrismo no se quedó en los ’90: parece un kirchnerismo de derecha, bien del presente. El Estado posnacional se consolida porque las prácticas de gobierno, en algún momento distintivas del kirchnerismo, quedan a disposición de cualquier actor estatal.
¿Con la ocupación de la plaza cercana a Wall Street y los indignados y la crisis financiera internacional estamos ante un 2001 global?
-Disculpá, pero esa es una analogía fácil de las que inhibe el pensamiento colectivo y favorece la dominación. Tal vez la analogía sea muy didáctica para explicar el costado económico de la crisis, pero boicotea la posibilidad de hacer un aprendizaje político de los movimientos de indignados. El gobierno dice “miren qué mal que está Europa que no aprende de nosotros”, como forma de legitimarse. La inoculación estatal del miedo (particularmente del miedo a la pobreza) evita la cooperación social. Justamente esto es lo que exploran los indignados. Sztulwark dice que “no se plantean tanto el problema del gobierno como el de la participación política post-representativa. No advertir que el movimiento de los indignados trabaja sobre problemas que nos son comunes sería una pérdida de oportunidad política.” No están haciendo un 2001 sino un 2011; están capitalizando lo que hicimos en 2001 y 2002 para llevarlo más allá. Ir más allá es lo que queremos aprender los que buscamos la creación y no la conservación.