-En el libro señalás que está la creencia de que el 2001 no sirvió para nada, de que “no echó a nadie”. Y advertís que en realidad gestó una transformación del Estado que debía cambiar, porque la relación representativa del Estado con la sociedad se había tornado “inviable”. ¿Qué fue lo que transformó ese 2001 y qué quedó de ese estímulo de transformación?
-2001
transformó, cuanto menos, a la clase política, al Estado argentino y a los
mismos nosotros (o movimientos infrapolíticos) que lo protagonizaron. La clase
política se encontró con, digámoslo así, la fuerza de los de abajo, ahora capaz
de voltear gobiernos y servirle de contrapeso a las exigencias del capital
transnacional; ahora podía abandonar la genuflexión, lo cual explica el pasaje
de Néstor de menemista a progresista y confrontativo. Debemos imaginar el
armado kirchnerista como surfista que para subirse a una gran ola debe dejarse
llevar por ella y que finalmente aparece como liderándola pero que además puede
–a diferencia de los surfistas reales– limitarla, reencauzarla, contenerla.
El
Estado, por su parte, debió desarrollar técnicas de gobierno nuevas que le
permitieran ponerse en relación con una sociedad sustancialmente distinta a la
nacional: compuesta de consumidores más que de ciudadanos; movilizada en
colectivos autónomos (como las asambleas, los piquetes y las empresas
recuperadas) y no en partidos o sindicatos. La gobernabilidad de una sociedad
así no se asegura “interpretando la voluntad popular” sino “resolviendo los
problemas de la gente”, o sea, no representando sino gestionando, no
argumentando sino seduciendo, no mandando sino satisfaciendo.
Pero la
transformación más importante es la nuestra, la de los nosotros: tiene mil
tonalidades, pero en breve aprendimos formas nuevas de compartir los problemas
y las tareas, sin bajadas de línea (se difunden las asambleas), y modos
no-institucionales de organización (proliferan los colectivos), y también modos nuevos de relación con el Estado: ya
no delegándole todo, ya no fiándonos del funcionario sino confiando en
nosotros. La carta a los políticos de Giros de Rosario es clarísima: “ Podemos hacerlo con usted, si tiene la voluntad política, y
también podemos hacerlo solos.”
-Señalás que el “que se vayan todos”
se alzó como una consigna de autonomía y no de enfrentamiento.
-Sí. Ni de guerra ni de resistencia ni de
reclamo. A la vez que impugnaba a la clase política, “que se vayan todos”
potenciaba a los nosotros como instituyentes. El
enunciado “negativo” conllevaba una práctica constructiva. A la desolación
neoliberal se la trabajó con colectivos, con avecindamiento y piquete, y no con
Estado. La práctica de que se vayan todos
decía “que venga nosotros” (y no “que venga el Estado”). Este plus práctico
es el que los relatos mediáticos y estatales nos impiden ver, separándonos de
la potencia nuestra. Las condiciones sociales contemporáneas (lazos precarios,
consumismo, desolación, etc.) contribuyen a dificultar que el individuo vea el
plus colectivo del sujeto 2001, por supuesto, pero desde el punto de vista
político, la invisibilización es producto del régimen kirchnerista (que, por lo
demás, alienta, con su desarrollismo, el desarrollo de esas condiciones
sociales).
-Vos decís que el kirchnerismo es un
hijo directo del 2001, una especie de “alfonsinismo con vigor sexual”. ¿Cuál
fue la clave kirchnerista para interpretar el momento?
-Fueron
muchas, pero la principal tal vez se resuma en: hay que reinventar el pacto de
dominación. El manejo de Kirchner fue poner “que vuelva
el Estado” donde decíamos “que venga nosotros”, y eso se lo agradece también la
derecha. El nuevo
arreglo debía asumir tres condiciones: imposibilidad de
reprimir (recurso que había llevado a abreviar su mandato a Duhalde),
imposibilidad de hacer ajustes (que había precipitado el final de De La Rúa) e
imposibilidad de representar (planteada por la irrupción de los nosotros). Todo
esto obligaba a satisfacer, aunque fuera parcialmente, las demandas que
pudieran amenazar la gobernabilidad (y no las que no). A esa satisfacción hoy
se la llama inclusión.
-Decís que el kirchnerismo ancló su
atención en la infrapolítica. ¿En qué se reconstituyó esa infrapolítica hoy?
Por ejemplo, cierto sector del movimiento piquetero.
-En
micropolítica, que, como decía, no es siempre integración institucional ni
pérdida de la autonomía, salvo en ese sector que señalás. Por otro, no todos
los colectivos son como Giros, por supuesto, pero la diferencia cualitativa es
que hoy la micropolítica debe estar pendiente de lo que hace la macro, que
ahora es ineludible y hasta parece de confianza.
¿El Estado posnacional empieza a
perder el “pos” en la nueva gestión de Cristina?
-Al
contrario, se consolida como megadispositivo de dominación social en tiempos de
globalización. Si no vuelve el ciudadano (el que tenía derechos y obligaciones)
y permanece el consumidor (que tiene solo derechos), no puede volver el
Estado-nación. Vivimos en un híperindividualismo de masas. El Estado actual no
es un crisol como el nacional, no funde lo heterogéneo. El Estado une por vía
de la imagen lo que dispersa con sus prácticas de gobierno.
Por lo
demás, las técnicas de gobierno kirchneristas (punteraje, represión
tercerizada, espectáculos populares, redistribución selectiva, transversalidad)
se expanden al resto de las fuerzas. En este sentido, el macrismo no se quedó
en los ’90: parece un kirchnerismo de derecha, bien del presente. El Estado
posnacional se consolida porque las prácticas de gobierno, en algún momento
distintivas del kirchnerismo, quedan a disposición de cualquier actor estatal.
¿Con la ocupación de la plaza cercana
a Wall Street y los indignados y la crisis financiera internacional estamos
ante un 2001 global?
-Disculpá,
pero esa es una analogía fácil de las que inhibe el pensamiento colectivo y
favorece la dominación. Tal vez la analogía sea muy didáctica para explicar el
costado económico de la crisis, pero boicotea la posibilidad de hacer un
aprendizaje político de los movimientos de indignados. El gobierno dice “miren
qué mal que está Europa que no aprende de nosotros”, como forma de legitimarse.
La inoculación estatal del miedo (particularmente del miedo a la pobreza) evita
la cooperación social. Justamente esto es lo que exploran los indignados.
Sztulwark dice que “no se plantean tanto el problema del gobierno como el de la
participación política post-representativa. No advertir que el movimiento de
los indignados trabaja sobre problemas que nos son comunes sería una pérdida de
oportunidad política.” No están haciendo un 2001 sino un 2011; están
capitalizando lo que hicimos en 2001 y 2002 para llevarlo más allá. Ir más allá
es lo que queremos aprender los que buscamos la creación y no la conservación.
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