miércoles, 15 de enero de 2014

Pasión democrática



Por ArielPennisi

 
“Entregar a alguien, sin reservas, la cosa pública y conservar la libertad, es totalmente imposible, y es una locura querer evitar un mal ligero con un mal muy grande”
Baruch de Spinoza

Meter las manos, ésta es la verdadera democracia...”
Toni Negri
1.

            Tenemos la impresión de que las pasiones se reparten en la República de un modo sospechosamente claro. Definición de un semblante (firmeza, sentimientos a flor de piel, frialdad, serenidad) para el ejecutivo, fogosidad discursiva y cintura entre diplomática y futbolística para el parlamento e imparcialidad, casi desapasionamiento para la justicia. Curiosamente, el periodismo, denominado en otro momento cuarto poder, busca su mímesis efímera con la justicia y crea la imparcialidad como eslogan, entre imágenes de la desolación y cuentos de hadas para crédulos.
            Un hombre de la República, Gherardo Colombo, sostiene que la democracia directa es imposible a gran escala, que su único momento verdadero en la historia estuvo ligado a comunidades muy pequeñas, hoy sólo imaginables como consorcios de edificios. Sin embargo, en nuestra época, nuestro mundo vuelto globo, nuestro globo vuelto un pañuelo por las nuevas tecnologías, presenta unas condiciones que desmienten la excusa de la escala, aceptable en tiempos de Weber –quien pensaba algo parecido sobre la burocracia como mal necesario–, pero cuestionable a estas alturas. Además, un consorcio de edificio reproduce distancias inimaginables entre las personas, que generalmente se conocen por mediación de sus peores miserias. Colombo sostiene, entonces, que “es realmente impensable que centenares de miles o millones de personas puedan, todas juntas, administrar la sociedad o desempeñar la función judicial. Es necesario en estos casos, encomendar a alguien que actúe en nombre de todos.”[1] Bien, es justamente a partir de eso impensable para el demócrata de Estado, para quien desde su honestidad intelectual y su experiencia como funcionario público escribió esta suerte de manual de la buena república, que nos interesa problematizar la vida en común, más allá de la escala administrativa, de la moral individual y de la utopía liberal, pero también, más allá del –mejor valorado por nosotros– remedo estatista latinoamericano.
            Colombo formó parte, como magistrado del Tribunal de Justicia, del proceso de purga institucional que tuvo lugar en Italia en 1992, conocido con el nombre de Mani pulite (Manos limpias). Ese hecho, sin dudas ponderable en los términos tradicionales de un sistema representativo, es la imagen de una de las fantasías típicas del ciudadano de a pie cada vez que se habla de corrupción. “Qué alguien haga algo”, es el dicho que circula entre la credulidad y el desgano. Pero aparte de tratarse de un enunciado de cierto sentido común democrático, es un tipo de enunciación que explicita la distancia insalvable entre gobernantes y gobernados. Habla ciegamente desde esa lejanía, extraña mezcla de comodidad y resignación (suponiendo que la resignación es algo incómoda). El Mani pulite realizó el anhelo del ciudadano bienpensante, le tiró la oreja al fatalista, reanimó el espíritu republicano. Pero solo dos años después Silvio Berlusconi ingresó por la puerta grande a la política italiana como Presidente del Consejo de Ministros y preparó el terreno para gobernar durante un período importante. Es decir, Italia retomó la senda de la corrupción y la arbitrariedad política atada a intereses de grandes grupos económicos. Ahora bien, más allá de contener los gobiernos del empresario elementos culturales fascistas y mafiosos, o sea, más o menos tradicionales, su especificidad consistió en encarnar localmente algo que filósofo Franco Berardi llama “semiocapitalismo” (“porque la mercancía general es una mercancía semiótica y porque el proceso de producción implica directamente la comunicación y la producción de signos”). De modo que si “la simulación deviene elemento decisivo en la determinación del valor”, la opresión de la disidencia pasa a ser un problema viejo, ya que el gobierno de Berlusconi, en tanto régimen de simulación (no de ocultamiento, sino de creación, reproducción y alteración de signos y códigos) se basó “en la proliferación de la cháchara, en la irrelevancia de la opinión y del discurso y en la banalización y en la ridiculización del pensamiento, la disidencia y la crítica.”[2]
            La indignación del “honestismo” frente al berlusconismo y los mecanismos republicanos que supuestamente habían revalidado su legitimidad tras la mega purga de la corrupción estatal, mostraron toda su ineficacia durante el intenso período neoliberal. La idealización de los sistemas normativos convive con el descompromiso respecto de la vida colectiva en general y de la esfera pública en particular. Está claro que la democracia como sistema de división de poderes en sí mismo, tuerta ante las configuraciones económicas, los regímenes de signos y las formas de vida, se vuelve automáticamente una declamación moral cómplice con las formas de dominación y desubjetivación vigentes.  La definición de la solidaridad como “actitud espontánea o acreditada” (Colombo) abandona la política al campo de las intenciones individuales, eso que la lengua corriente llama “expresión de deseo”, justamente lo contrario del deseo como expresión. Para el republicano liberal los deseos populares deben sujetarse a la tutela moral de la buena forma democrática que oficiaría como límite del pueblo mismo. ¿Pero no es, desde este punto de vista, el pueblo figurado como una suerte de horda descontrolada e irremediablemente dañina? En nuestro país cierto imaginario antiperonista bien daría cuenta de esa percepción. Por su parte, Castoriadis se refiere a la democracia como “régimen de autolimitación”, es decir, que no es el pueblo pasible del límite moralmente necesario, sino autolimitada la forma de gobierno democrática ante la posibilidad de la concentración del poder en pocas manos. Digamos que el pueblo o la multitud (confundiendo deliberadamente dos términos tensos entre sí) despliegan su inteligencia común entre el autogobierno y el gobierno autolimitado. Tal vez sea ese el desplazamiento que buscamos para interrogarnos sobre la relación entre decisión y pasiones, es decir, sobre la pasión democrática.  
   
2.
Jean-Luc Nancy[3] dice que el ’68 fue el primer surgimiento de la exigencia de “reinvención” de la democracia en Europa, fuera de las comparaciones –siempre rentables a los gobiernos– con los totalitarismos. Es decir, fue paradójicamente el momento más crítico a la construcción democrática y, simultáneamente, la situación propicia para el despliegue de un pensamiento político capaz de redefinir y forzar a la democracia en un sentido liberador.
Tratamos con la ambivalencia de nuestras propias fuerzas, con la oscilación entre nuestra propia servidumbre voluntaria y nuestros deseos más o menos informes de emancipación. Un supuesto sujeto (soberano) que nos daría garantías, es una configuración hoy tan efímera como un proceso de subjetivación concreto que se agota con el dispositivo que lo disparó. ¿Existe la posibilidad entonces de confluir los distintos procesos de subjetivación y estilos de vida, sin perder su condición heterogénea, en acuerdos de convivencia capaces de potenciarlos? Con una condición: no es posible pensar en términos de acuerdo, sin hacer pasar la dimensión productiva y dinámica de los encuentros. Lo Común impone una lógica paradojal: somos en común y estamos llamados a ser en común, como si no lo fuéramos. De lo Común a lo común, de la mayúscula ontológica (axioma) a la minúscula singular, ya que hay tantas formas de hacer lo común como modos de subjetivación y cooperación.
La posibilidad cierta de ser con otros depende de la producción de formas e instancias capaces de reinventar lazos sin negar la incerteza inevitable y constitutiva de las relaciones humanas. Las formas que asumen los modos de reinvención son del orden del desafío, dependen de situaciones antes que de fórmulas: ¿cómo beneficiarse de la institución de prácticas que potencian lo común, sin transformar en coágulo la vitalidad inicial? La pregunta hubiera sonado ingenua a un Foucault que descartaba de antemano cualquier postulación de un sistema o esquema emancipatorio. En el otro extremo, son las reacciones como conjuras reactivas o exorcismos fanáticos las que en el mismo acto de demonización de la incerteza edifican la posibilidad de pseudo-certezas opresivas, cuando no cínicas o incluso nihilistas. En el nivel de los deseos y las pasiones, la democracia se resuelve desde la tensión entre unas alegrías posibles que incorporan la incerteza en su movimiento y unas certezas tristes que vacían toda posibilidad de apuesta.
La cuestión democrática es la de un riesgo fundamental. Pero no riesgo del “caos” social conjurado por Hobbes, gran antecedente moderno del llamado al orden, sino riesgo de una democracia que se auto autoriza. Es el riesgo de una apuesta vital, la incertidumbre de cualquier encuentro, esa dimensión que permanece inquietante aun al interior de todo acto de cooperación. ¿No gobiernan los gobernantes a través del gobierno de una suerte de principio de realidad política, es decir, de la potestad de decidir dónde está y cómo se regula el “poder real” y el oficio de calcular el “mal menor”? Karl Kraus fue lapidario al respecto: “La democracia significa poder ser esclavo de cualquiera”.[4]
El funcionario medio de las democracias contemporáneas aparece como un técnico de males menores. Extraña combinación entre la imaginería burocrática y una lógica de la compensación cuando no de la caridad. La democracia se presenta como una superposición de gestiones. Los “técnicos”, tanto funcionarios como actores paralelos, gestionan “lo que hay”, es decir, una realidad producida como imagen por sus propias necesidades de gobierno (la predeterminación de alcances y límites del accionar político). En Argentina, las carteras gubernamentales se reparten entre técnicos y “zanateros” que, en realidad, son técnicos del espectáculo mediático, mezcla de pedagogos y presentadores televisivos. Los funcionarios se posan frente a la cámara como debajo de un arco de fútbol para atajar demandas insospechadas. Es que para cierta imagen contemporánea, la Sociedad es una suerte de cuerpo ilimitadamente demandante, mientras la política cumple el ingrato rol de proporcionar soluciones. Y como semejante tarea es tácitamente considerada insalubre (como cuando se habla de trabajo de riesgo para el caso de los gremios petroleros, mineros o incluso de transportes como el subterráneo), los políticos profesionales tendrían derecho a su recompensa, es decir, abultados ingresos y vía libre para participar de negocios utilizando su posición de privilegio. Así, la Sociedad, esa señora quejosa, un poco fascista, se siente en todo su derecho de impugnar moralmente por igual a pequeños ladronzuelos y a funcionarios públicos. Pero permanece incuestionado el problema central: la Sociedad quiere seguir gozando de sí misma de manera ilimitada, sin afrontar los desajustes y desabarrancos propiciados por el capital vuelto financiarización de la vida, ni asumir el lugar de la pregunta por la potencia de lo común. No se dispone mínimamente a un tipo de imaginación que le habilite una posición menos reactiva. Quiere que los técnicos se ocupen de las respuestas a preguntas que nunca se hizo como Sociedad. Si la tensión multitud-pueblo podría sostener ensayos de salidas transformadoras, el fatídico humor de la clase media es la encarnación de la imposibilidad de autogobernarse.

3.

El hacer y organizarse en común o las figuras posibles del autogobierno tampoco son garantía de un “buen vivir”, pero al menos tuercen el camino de la delegación, es decir, de la exposición a la voluntad de dominio, por aquel otro del deseo, es decir, de la exposición a los propios tropezones o, más existencialmente hablando, a la propia falla. Es tal vez ese el lugar de lo irrenunciable, el de la falla constitutiva de un bicho incómodamente humano. La democracia no es la pregunta por el mejor líder o la respuesta de la vanguardia del momento, sino la intentona de potenciar, desde la frágil condición del dêmos, las capacidades del Común. Delegar es la ilusión de vivir sin la falla, suponiendo acreditar en un sistema de repartición cuantitativo, una representación omnicomprensiva. Los discursos de campaña (y hoy día los políticos viven en campaña) son ilustrativos al respecto: altisonantes, grandilocuentes, lo más lejos posible del registro interrogativo. El desafío del cualquiera –y por ello de la democracia– pasa por asumir la paradoja de lo común y lo inconmensurable y jugarse en el acto y el gesto el propio recorrido ético-político. Podemos imaginar una  democracia radicalizada como el máximo de expresión que compone lo común y lo singular, es decir el régimen que vuelve pensable la relación entre lo inconmensurable de los sujetos y lo mensurable de la organización. Y, sin embargo, no puede tratarse de una forma a priori, ya que ningún dispositivo razonado de antemano garantiza la vida democrática.
La complejidad de las rupturas con regímenes de poder no pasa por la instauración de nuevos edificios jerárquicos, sino por el hecho de que, por definición, no sabemos qué hacer. Es decir, algo sabemos y algo no sabemos. Pero fundamentalmente, no contamos con una medida cierta entre ese saber y ese no saber. El lugar de esa falta de medida es, en algún sentido, el lugar del excedente o, para decirlo nietzscheanamente, de la voluntad de poder cuyas dos tendencias fundamentales son la voluntad de dominio y la capacidad de invención de formas de vida. Es, entonces,  el lugar de la creación y el simulacro. O bien se orquestan nuevos modos de domino: ficciones totalizantes, gobierno por parte de principios exteriores; o bien se inventan modos de vida: ficciones útiles, gobierno inmanente desde la potencia siempre aun no del todo conocida.
Los registros amorosos, amistosos, urbanísticos, laborales… lo cotidiano mismo como imagen amorfa de los trayectos vitales, se dan existencia en el espacio de sentido operado políticamente como un modo de “vivir juntos”. El tener lugar de la vida colectiva en su diversidad de matices y registros es lo político a distancia del poder. En ese sentido, politizar una vida no significa acercarla a la lógica de partidos o a los modos de la representación, sino sostener y reinventar desde las propias prácticas y la apertura a las mezclas venideras, el tener lugar colectivo de las vidas (partidos incluidos).
Más allá de la utilidad de figuras contenedoras, disponibles al común como herramientas unas veces y contrapoder otras, la identidad como principio de homologación entre pueblo y gobierno es un riego inherente a todo proceso político, al menos desde que la modernidad manda. En realidad, Pueblo, Rey, República e incluso Democracia –siempre que se opere su “autofiguración” como causa exterior–, expresan en la mayúscula su torpe cristalización, origen de todo tipo de sutilezas cínicas. La renuncia a la identificación no quita los procesos de subjetivación mediante los cuales se deviene algo o alguien en el marco de unas situaciones colectivas institucionales que mantienen su coeficiente de apertura y su posibilidad permanente de mezcla. El peligro pasa por la desactivación de las libertades y la cristalización del comando. La astucia democrática gozaría de salud, en tanto y en cuanto habilite anticuerpos a su propia tendencia totalizante. Pensar el anticuerpo es una tarea política.
Por eso, democratizar no tiene nada que ver con “partidizar” instancias institucionales, ya que lo partidario no quita lo corporativo. De hecho, en nuestro país, a la justicia vuelta corporativa, a los colegios de abogados, fuerzas policiales, medios periodísticos y grupos productivos y económicos (desde la UIA hasta AEA), habría que agregar la corporación de los representantes, compuesta de un funcionariado reciclable que se ofrece, según soplan los tiempos, como negociador entre el capital –hoy financieramente determinado– y las fuerzas productivas, inventivas y energías sociales.

4.

La polis no es un lugar donde se realice la política, sino desde donde la política habilita el despliegue de las potencias singulares. Habilitar y habitar son las variables fundamentales del lugar como punto de partida y de la partida como lugar del sentido. Sin embargo, desde no es un origen, sino un punto de encuentro para la preocupación que abre una posibilidad vital o que elabora una problemática en curso. En ese sentido, la democracia aparece como espacio de escucha, caja de resonancia y voluntad de composición (antes que de armonización). La exigencia primera, si la hubiera, pasaría por ejercitarse en la escucha. Es decir que la polis no es una escala, sino un modo de disponerse los cuerpos. 
En términos modernos, la remisión a las pasiones se intensifica. Podríamos decir que no se trata de la democracia como sistema de regulación de hombres lobos de los hombres, sino de la democracia como configuración colectiva –nuevamente, régimen de autolimitación”– que, en el mejor de los casos, no echa a perder la capacidad de los cuerpos de hacerse una vida con los otros. Es decir, un sistema de gobierno, una forma  de organización que no arruine la potencia. Aunque si el punto de partida es la obediencia por sobrevuelo del miedo, si la única fórmula es la defensiva o la única relación es la competitiva, queda desplazado el problema de la potencia. Por eso una democracia absoluta no se funda en absolutos, sino en el conjunto de capacidades comunes y en los procesos de formación que alcanzan en virtud de su potencia.

5.
En uno de sus trabajos de intervención, Jacques Rancière propone una tesis inquietante, según la cual al interior mismo de las formas de gobierno democrático, una vez saldada la necesaria refutación de los totalitarismos, el principal enemigo, desde el punto de vista de los comandos, son las formas de vida que reinventan la democracia y la ensanchan desde la heterogeneidad de unas prácticas. Así, “El buen gobierno democrático es aquel que es capaz de controlar un mal cuyo simple nombre es ‘vida democrática’.” [5] Por su parte, Jean-Claude Milner llama “violencia lógica” al hecho democrático de que la mayoría valga por el todo (“¿no hay aquí una variante del derecho del más fuerte?”). Una vez juzgadas y descartadas las dictaduras, el voto absorbido como una buena forma social corre el riesgo de permanecer separado de la acción política.
Nos encontramos en una encerrona local cada vez que la discusión democrática se reduce a una rencilla entre la voracidad de un Estado gestionario que desconoce el dêmos y la impugnación opositora desde una suerte de moral de las formas (como ocurre con el reclamo de “mayor institucionalidad”). En ambos casos es el protagonismo de los actores irreductibles a la representación lo que permanece tachado. El dêmos ocuparía entonces el lugar de la indeterminación democrática, el punto que se resiste a la plena identificación y que al abrir un problema, mediante un conflicto social o una pregunta incontestable por el poder, vuelve democrático el escenario, reorienta el paisaje perceptivo. Es decir, cambia el ángulo de la mirada no sólo por volverse supuestamente visible para los otros según el régimen de visibilidad dominante, sino porque inventa incluso un modo de visibilidad, alterando, en ese sentido, el panorama sensible.
La igualdad no es identitaria, no es igual a sí misma. La igualdad es presupuesto (en ese sentido es axiomática) y apuesta (en ese sentido supone grados de indeterminación). Es una afirmación que llama a su verificación según la singularidad del caso. Es, al mismo tiempo, un instante de resistencia a los poderes y un llamado a la decisión sobre la propia vida. “La distancia de la igualdad con respecto a sí misma” es lo que la vuelve política, el punto en que no puede quedar identificada a una parte ni a un todo (de lo contrario deberíamos dar crédito al sarcasmo popular que dice que “algunos son más iguales que otros”). No existen los iguales, porque la igualdad no es predicable, sino sólo verificable en la medida en que pueda singularizarse, es decir, practicarse de manera irrestricta. La “ficción útil”, en términos políticos, es el conglomerado expresivo que hace de soporte de las libertades, en la medida en que hace como si éstas fueran reductibles a las formas en que se sustentan, para conservar, justamente, su irreductibilidad, su carácter no negociable.

6.

¿De qué manera las experiencias colectivas singulares logran instituir sus prácticas como nuevas instituciones democráticas? ¿Qué hace o qué producen como sentido las fábricas recuperadas, los bachilleratos populares, la autogestión en la construcción de viviendas, los emprendimientos de la denominada economía social, las instancias de regionalización y socialización de la cultura o las organizaciones de trabajadores que, desde una nueva sociabilidad, exceden la demanda salarial? Aun estas formas, una vez nombradas como indicadores de un concepto general, empaquetadas para su uso como ejemplos, se vuelven algo inmóviles. Las sensibilidades existentes que unas veces dispersas y otras contenidas en encuentros fecundos cooperan en la construcción de decisiones sobre la propia vida o en la reflexión sobre problemas comunes no responden a una forma previa, pero actúan según marcos y condiciones de posibilidad materiales. No es necesario buscar en un “más allá” revolucionario, ni conveniente conformarse con las concesiones de la macroeconomía. “El proceso democrático consiste en esa puesta en juego perpetua, en esa invención de formas de subjetivación y de casos de verificación que contrarían la perpetua privatización de la vida pública.”[6]
¿Pero cómo queda hoy la relación entre vida pública y Estado? En términos de Ignacio Lewkowicz, las condiciones fluidas no organizan per se una forma de dominación, sino que más bien tienden a destituir las situaciones que se autoafirman y pretenden conservar para sí lo que ponen en juego como energía productiva. En ese sentido, ni las retóricas rupturistas, ni las vocaciones reformistas encuentran carnadura. El mercado no es un actor a la par y antagónico del Estado, sino el capital un modo de fluir imprevisible, un medio de vida sin mayor fundamento que su conexión o desconexión con lo que lo alimenta o lo obstaculiza, o simplemente no le interesa. El Estado, grite, chille o se ausente, sólo tiene margen para la gestión de lo que no decide y de lo que tampoco puede prever. Más allá de reconocer las diferencias entre un Estado de corte neoliberal y otro de corte social, mejor apoyado en fuerzas populares, la vida de los pueblos cada vez más tiende a ser devuelta a una suerte de precariedad como único zócalo de experiencia, un a priori que es mínimo existencial, antes que dato conformado y confirmado. De ese modo, la organización a baja escala y las afinidades electivas, en forma de redes, proyectos comunes, situaciones de reflexión compartidas, son gestos de consistencia, movimiento de autoafirmación. En este contexto, la democracia aparece como un campo de superposiciones, de prácticas que conviven incómodamente, tanto por sus diferencias lógicas, como por sus epistemologías implícitas y sus modos de sentir. La democracia no se puede dar ya en un sentido de cohesión, sino más bien como imagen paradójica de convivencia.
Si el mercado sale victorioso en nuestra época ello no se debe a su capacidad para desplazar al Estado. Más allá del cacareo político, el mercado se impone por la velocidad del capital, es decir, llega siempre antes que el Estado. Al punto que los hechos típicamente cívicos son vividos a ritmo financiero, con humor mediático y mentalidad de consumidor (que no equivale a ciudadano que consume). En nuestro país, en buena medida, el andamiaje de la asistencia social alimenta mercados paralelos que implican consumo y endeudamiento en el límite mismo de las necesidades básicas. De ahí que la desaceleración o la generación de condiciones de consistencia capaces de resistir la acción disolutiva del capital, son modos de subjetivación que se dan una discusión en torno a las reglas del capital transversalmente a la división clasista.
El Estado, la ley, dejan de ser –con su rol igualador a cuestas– el límite a la condición fluida de reproducción de la vida. Tampoco puede decirse que el Estado cumpla eficazmente el rol de mediador entre trabajo y capital, ya que, más allá de la colectivización de un mínimo de las rentas extraordinarias y el control sobre la fuga de divisas y otras formas de desestabilización, el Estado mismo, unas veces llega tarde y otras funciona como un empleador en condiciones laborales flexibles o como una empresa más, como un dueño. Tal vez ni siquiera podamos seguir pensando en términos de ponerle límites al capital (análogamente a como pensábamos los límites al Estado). Quién dice resulte más productivo discutir los modos de valorización y los puntos estratégicos de los que el capital se nutre.

7.
¿Es el acto electoral la realidad última de la democracia? ¿Son los sondeos de opinión y las encuestas preelectorales la medida de un pensamiento colectivo? ¿Cuál es el supuesto sujeto de esos dispositivos? ¿No se trata acaso de autoridades vagas de nuestro tiempo, modos de legitimación inevitablemente exteriores a los deseos e interrogantes comunes? La democracia reducida a la encuestología es, entre otras cosas, el peligro de transformar en mandato la negligencia del encuestado (no como persona, sino como posición subjetiva). La respuesta dada desde una mezcla de apuro y desinterés, cuando no de reacción, se transforma, una vez procesada por los dueños de las preguntas, en un tipo de verdad hecha de la identificación inmediata entre opinión y soberanía popular. Al final, el encuestado acepta como autoridad eso que salió de sí mismo como desinterés. Así, la negligencia del uno a uno vuelve como ciencia del todo –un “todo” hecho de individuos en tanto que individuos separados– que no es otra cosa que el dominio de la opinión pública.
Los sondeos aciertan siempre en un punto que es previo a la respuesta por “sí” o por “no”, por “éste” o “aquel”. Los sondeos son el término predominante en la construcción misma del problema o supuesto problema que se resuelve en forma de simples preguntas combinadas de determinada manera. De ese modo se aseguran, como mínimo, respuestas afirmativas o negativas, preferencias sobre tal o cual tema o candidato. Se aseguran un determinado reparto de la escena. Del mismo modo, las agendas que toman la semana televisiva como unidad de medida de lo que la mayoría discute, condicionan las cercanías y rechazos. En nuestro país, un gobierno que disputa la marcación de la agenda con un grupo mediático y lo hace desde otro conglomerado que hace las veces de grupo mediático de signo contrario (la revista Barcelona titula una de sus tapas: “A dos Corpos”), confirma el procedimiento y, por lo tanto, el contenido inherente a la forma.
El sondeo se presenta como el vínculo de la sociedad consigo misma, un vínculo especular e identitario. Se trata de una sociedad sin restos. En todo caso, se hablará de crisis o incluso de catástrofes, de batallas de intereses o direcciones políticas antagónicas; pero siempre en torno a la sociedad total como parámetro. Por eso los discursos de funcionarios y candidatos –y fundamentalmente de mandatarios– son de una prepotencia constitutiva, y ante la más mínima insinuación crítica o situación adversa la reacción va de la ironía lacerante y descalificadora a la teoría conspirativa de bolsillo.
El eslogan de Frente para la Victoria en la campaña electoral de 2007 rezaba “Sabemos lo que falta, sabemos cómo hacerlo. Cristina, Cobos y vos”. El lugar de “lo que falta” está asignado dentro de un pleno de saber, por lo tanto ni siquiera se puede decir que se trate de una falta. Todo es cuestión de tiempo –léase permanencia en el poder de la parte gobernante– en la línea evolutiva de la narración surgida desde el marketing político. Y si no hay falta o la falta es una suerte de zanahoria invertida, mucho menos habría lugar para dudas o fisuras de un saber que se presenta como capacidad omnisciente. No hay lugar en el discurso posdemocrático (según la expresión de Rancière) para la potencia de un problema: “Y todo problema puede reducirse a la mera falta –al mero retardo– de los medios de su solución.”[7].

8.
El voto mantiene algunos de los rasgos de la encuesta, pero supone una densidad mayor, ya que entra en juego el balance de la situación económica y laboral de cada quien, entre otras variables. Para el caso latinoamericano, nos preguntamos en qué medida ciertas orientaciones, políticas de gobierno y enunciados que valoramos y consideramos importantes emergentes de un proceso social vasto y heterogéneo, se sostienen desde la materialidad de los procesos mismos, o hasta qué punto nos conformamos con una suerte de statu quo “progresista”, mezcla de mala conciencia y posibilismo político. Este interrogante no tiene sentido como juicio hacia las personas ni como evaluación desde el deber ser de un “verdadero” cambio. Sólo llama la atención sobre la comodidad que supone la adhesión a un cambio de signo político en la región, descuidando nuevas problemáticas y desafíos tanto o más complejos como los de décadas anteriores. Un desafío importante pasa por la democratización de las decisiones en torno a la vida en común. ¿Cómo acortar esa distancia entre experiencia singular-colectiva y decisión política tan mediada por graves conflictos de intereses? ¿Cómo seguir investigando en la dirección de un protagonismo social más allá del gusto o no por un gobierno o una supuesta orientación general o más allá, incluso, del temor a cambios regresivos? 
Desde cierto sentido común que podríamos llamar hobbesiano –no por tratarse de una lectura atenta del pensamiento de Hobbes, sino por operar según sus sedimentos mezclados en nuestros reflejos pseudopolíticos cotidianos– se percibe que la posibilidad del caos o, menos dramáticamente, la desorganización, justifica formas de gobierno capaces de mantener cierto orden y cohesión (derecha) o de entusiasmar en un sentido identitario, aunque no del todo, y triunfalista, aunque no siempre (nacionalismo popular). El temor de los hombres a su lobo interior, que podría aparecer, exteriorizarse, ante la ausencia de autoridad para unos o de referente carismático para otros, coincide con el vértigo del vacío institucional. Así, delegación del poder de decidir se vuelve la mejor opción en una negociación de los pueblos con sus propios fantasmas. Claro que hay sectores para los cuales el orden y la cohesión forzada representan el mantenimiento de su tranquilidad, es decir, su posición socioeconómica y progreso individual, mientras que para otros el Estado –que no es ya punta de lanza de la subjetividad dominante– o  un gobierno con capacidad de referente, significa el mantenimiento de un piso menos movedizo y, en ese sentido, una percepción más prometedora en relación al propio proyecto vital.    

Por otra parte, si sostenemos que el hombre no es un ser social, ni un animal pre-político que, por su condición social se volvería político, nos queda imaginarnos un bicho capaz de las mil y una máscaras, ontológicamente artificioso, antes que antropológicamente contractual. En esa línea, la por ahora vaga idea de democracia participativa o directa no resulta tan de otro planeta. O, en todo caso, podría permitirnos pensar en otros mundos dentro de este mundo. Antes que tratarse de un cambio de pesaje en una balanza que se mantiene en su eje, se trata de un cambio de coordenadas, otro zócalo de experiencia superpuesto a lo que conocemos, mezclado entre lo que hay.
           
9.
Entre pulsiones antidemocráticas (que hoy algunos llaman desatinadamente golpistas) y pulsiones triunfalistas (que otros nombran despectivamente populistas), se construyen los extremos de la fantasía nacional. Para unos alguien tiene que poner orden y para otros alguien tiene que garantizar el bienestar. ¿Qué “nosotros” es imaginado en un caso y en otro? Borges, en un lúcido y socarrón ensayo de 1946[8] pretende mostrar que nuestro supuesto patriotismo, que no es otra cosa que un capricho, está hecho de individuos, no de ciudadanos: “El argentino, a diferencia de los americanos del Norte y de casi todos los europeos, no se identifica con el Estado. Ello puede atribuirse a la circunstancia de que, en este país, los gobiernos suelen ser pésimos o al hecho general de que el Estado es una inconcebible abstracción; lo cierto es que el argentino es un individuo, no un ciudadano”. Y en la nota al pie prosigue: “El Estado es impersonal: el argentino solo concibe una relación personal. Por eso, para él, robar dineros públicos no es un crimen. Compruebo un hecho; no lo justifico o excuso.” Más allá de las posiciones coyunturales y del antiperonismo de Borges, incluso teniendo en cuenta que el texto fue escrito recién al comienzo del gobierno de Perón, al que podría considerarse por varias razones un buen gobierno, el problema en cuestión excede la circunstancia y el buen gobierno de los otros. La mirada de Borges apunta a un drama irreductible: una vez desterradas las posibilidades terribles del nazismo y el comunismo autoritario, el horizonte argentino quedó signado por relaciones personales más bien desconfiadas de la ley (reclamada desde una clásica doble moral), individuos para los cuales el mundo es en última instancia un caos; incluso “su héroe popular es el hombre solo que pelea con la partida, ya en acto (Fierro, Moreira, Hormiga Negra), ya en potencia o en el pasado (Segundo Sombra).” Si bien, desde un punto de vista, el mayor desatino político de Borges pasó por su indiferencia y ninguneo respecto de los Estados con rasgos populares, recurrentes en América Latina, no deja de ofrecernos el material de una pregunta: ¿cómo esos inquietos cuerpos de apariencia desordenada que nos aferran a la vida como argentinos, cómo ese cúmulo de incertidumbres que unas veces mágicamente parecemos resolver a través de la figura de un líder y otras tristemente supimos negar con el terrorismo de Estado, cómo esos mapas sensibles tan diversos y a veces contrastantes que le conceden a la geografía la potestad de ordenarlos en un triángulo imperfecto, en definitiva, cómo los “muchos” argentinos podemos vivir juntos?
            Borges acertó en dos puntos interesantes. Por un lado, señaló el semblante personalista del argentino, es decir, esa mezcla de individualismo y sentimentalismo que riñe con la incorporación sin más de la Ley. Más allá del “sálvese quien pueda” como extremo del individualismo capitalista y más allá del personalismo del líder, hoy día ese rasgo insinuado por Borges se mezcla con el lenguaje del marketing como cristalización de un tipo de subjetividad que nos presenta a los individuos no solo como emprendedores, sino como empresas. De hecho, los candidatos actuales buscan interpelar a sus electores desde su imagen personal, establecer una suerte de sofisticada relación transparente uno a uno, en muchos casos sin siquiera mencionar el partido político de origen. Quién dice, ese guiño de Borges nos sirva para pensar localmente una característica global como la transformación de la persona en un emprendimiento permanente, en una imagen, mucho antes que un currículum y su típica enumeración de experiencias previas y saberes. ¿Tendrá algo que ver ese “pobre individualismo” con la eficacia que parece alcanzar la imagen-persona en el marketing político nacional? Además, ¿hubo alguna vez mayor distancia entre gobernantes y gobernados que la supuesta cercanía vendida como trasparente uno a uno, impúdico tuteo al elector como si se tratara del target de una marca de shampoo?[9]
            En segundo lugar, la preocupación de Borges por “un partido que nos prometiera (digamos) un severo mínimo de gobierno”, no por intentar alejarse del nacionalismo tendría que conducir a las opciones militaristas cipayas que, en todo caso, pretendieron ostentar un máximo de gobierno. Ese “mínimo” reclamado en el ensayo de Borges nos conecta con las preguntas de Spinoza, pero desde nuestra localidad. ¿Cómo compatibilizar la idea de un mínimum de reglas comunes para la vida colectiva con el semblante semianárquico que caracteriza al argentino que está solo y espera. ¿Será nuestro destino la república? ¿Nos convendrá seguir siendo un país o mutaremos hacia formas de relación y asociación más potentes… o más decadentes? ¿De qué nosotros hablamos? Menudo problema. Hay un nosotros ontológico, el de los afectos humanos y su positividad, hay un nosotros gobernable, en tanto no aparece como potencia propia, sino como docilidad; hay un nosotros que se configura en acuerdo a irrupciones, dislocaciones, sacudones del curso normal de las cosas, un nosotros, el que nos interesa, que emerge como apuesta. El interés de Borges no es el de cambiar esa suerte de anarquismo in situ de la personalidad argentina como si se tratara de un vicio, sino el de conocerlo, problematizarlo y fabularlo. Del mismo modo, Spinoza nos dice que vale mucho más conocer las afecciones que impugnarlas moralmente, ya sea mediante la burla o el desprecio amargo; nos propone la disposición investigativa como gesto irrenunciable en la constitución del sistema político que fuera. Conocerse es una tarea ético-política. Ahora bien, la mayoría de los sistemas políticos se fundan menos en el conocimiento de las propias afecciones y condiciones materiales que en el miedo como única pasión y prerrogativa realista de la política. En ese punto, aun el tono más hobbesiano de Spinoza está lejos del sentido común que podría llamarse hobbesiano.     

10.
            ¿Cómo pensar la vida en común más allá de la pura cuestión del gobierno de los otros, pero sin soñar con la “edad de oro de los poetas”, como advierte Spinoza al comienzo de su Tratado político[10], donde de entrada separa la “libertad del alma” como dimensión ética de los encuentros, antes que como requisito para un gobernante, del rol del Estado, más bien abocado a la aseguración del bienestar general, justamente, más allá de las virtudes individuales o “verdaderas” intenciones de los gobernantes. El punto de partida es lo que la multitud puede –lo que sabe y lo que no sabe sobre lo que puede–, según las formas históricas con las que cuenta. Se aleja Spinoza de todo requisito moral o de un deber ser cuyo único horizonte esté dado por la concordancia racional entre los individuos, es decir, una política idealista desligada de las condiciones materiales de un animal impreciso y productivo en su devenir histórico.
            Cuando pensamos en la distancia entre unos gobernantes y unos gobernados, desplazamos el razonamiento que explica al principio de gobierno por mal menor, reconociendo en la constitución misma del gobierno de los otros un peligro mayor que el del supuesto homo homini lupus. Gobierno significa para la multitud colocarse bajo una circunstancia en la que desconocerá la mayoría de las causas de la organización y la orientación colectiva. La razón, nosotros diremos el pensamiento, no es ni el razonable principio de realidad, ni una entidad abstracta en potestad del juicio, sino una posibilidad concreta del hombre según resulte capaz de generar las condiciones de  emergencia de la autoafección como camino de autoconocimiento. En ese sentido, el problema de la libertad es pre-republicano, es del orden de la convivencia de lo irrepresentable, antes que de carácter representativo gubernamental. Dice Spinoza en su inconcluso Tratado Político: “Llamo por eso libre al hombre que vive guiado por la razón, porque dentro de esta tesitura está determinado a obrar por causas que solo puede conocer adecuadamente por su propia naturaleza, aunque esas causas lo fuercen necesariamente a actuar. La libertad, en efecto, no suprime sino que impone la necesidad de la acción.”
            Si Hobbes, en su justificación de la necesidad del Estado parte del “derecho de guerra” como estado natural, según el cual el temor y la precaución generalizados disponen a una tácita guerra de todos contra todos, Spinoza no parte de la presunción contraria, no imagina una buena naturaleza por contraposición a la codicia que Hobbes identifica como natural en el hombre. En Spinoza la naturaleza del hombre está a la vez determinada y por verse. Es cierto que mantiene reparos parecidos a los de Hobbes en cuanto a la capacidad de daño de las pasiones cruzadas, pero algo permanece estructuralmente desconocido y si se piensa en términos de asociación con los otros, de sociedad civil, ese desconocimiento tiene que formar parte de la producción misma de sociabilidad. El pensamiento político de Spinoza no es temeroso, sino audaz y entusiasta.
Con Hobbes conocemos cuánto daño podemos hacer y padecer, de modo que la guerra de todos contra todos es premisa y la paz es un resto, salvo que los ciudadanos se impongan a su propio arbitrio un señor[11], es decir, que se entrenen en el pasaje de su estado natural al estado civil. Si lo “natural” riñe en última instancia con la ley, el pasaje al estado civil supone un corte radical respecto de un posible derecho natural. Es el ingreso del Estado como piso de la convivencia, tanto por su carácter defensivo (interior y exterior), como por fijar un punto que nadie puede desconocer sin costos sociales y a veces jurídicos: una vez que llegamos a comprender cuán dañino puede ser el hombre para el hombre, la obediencia al soberano, a la voluntad de todos vuelta voluntad de uno se convierte en el saber más útil para el ciudadano, por lo que su desconocimiento supone el castigo.         
En Spinoza el estado de naturaleza es también un estado artificioso y la razón no reviste un carácter meramente utilitario y realista, sino que forma parte de la inteligencia corporal que, entre el desconocimiento parcial de la potencia y la disposición a procurarse encuentros que alimenten su capacidad vincular y su necesidad de goce, debe generarse las mejores condiciones para que la vida en común potencie en lugar de entristecer o destruir. Y la posibilidad de la paz es del orden de la construcción política, compleja y conflictiva, antes que el momento tibio y distendido entre guerras inevitables. Por lo tanto, en Spinoza el Estado no puede justificarse por ese pasaje fundamental del peligroso caos del humano-canino al ordenado cosmos del ciudadano consciente (tanto de los peligros como de los contratos), sino que aparece como una forma relativa al autoconocimiento de la multitud, una prueba en el terreno de los encuentros, ya naturalmente artificiales, es decir, del orden del derecho natural que “a la vez que instituye y conserva al estado, lo amenaza -y de este modo lo preserva de cualquier usurpación-, precisamente por haber permanecido ‘incólume’”[12]
Es que la pregunta hobbesiana acerca de cómo evitar el desastre y la dominación generalizada de unos por otros, no contempla que la respuesta: “el Estado como dispositivo de concentración de la voluntad por delegación de sus ciudadanos, a costa de sus plenas libertades”, reinstala el desastre, pero esta vez de manera institucionalizada, con una carga de legitimación que complica aún más las cosas. ¿Qué pasa cuando los sistemas de gobierno entristecen más de lo que potencian? ¿Qué mecanismos o posibilidades tienen los ciudadanos ante la consolidación del principio de obediencia como pilar fundamental del Estado o ante la arbitrariedad sistemática de los gobiernos? En Spinoza la democracia absoluta es el nombre de la capacidad de autoinstitución de formas de la vida colectiva tendientes a incrementar su potencia, por parte de la multitud. Es una democracia inmanente que instituye en virtud de lo que puede y, al mismo tiempo, permanece abierta a la investigación de esa potencia. “Lo que Spinoza llama democracia es un trabajo, el trabajo por lo común (y, podríamos decir, por el comunismo), que nunca es algo dado sino un descubrimiento y una creación –el descubrimiento de que se trata siempre de una creación.[13]
11.

Toni Negri[14] piensa en una revolución de la multitud como instancia en que se rompe la creencia en la representación y emerge la posibilidad de una democracia radical. Es una lógica transicional plena, ya que la transición no es distinta al proceso, no es una etapa separable en la que cualquier tipo de acción estaría legitimada por la relación entre unos medios actuales y unos fines futuros. Por el contrario, el proceso tiene ya las características de esa democracia radical y su despliegue es la experimentación colectiva y el aprendizaje del autogobierno.
            Si, por un lado, el republicanismo da por cerrada cualquier discusión en torno a la democracia, ya que la fijeza de las instituciones en las que confía es la garantía de la libertad negociada de sus tutelados, por otra parte, la perspectiva revolucionaria de la izquierda ortodoxa se propuso la toma del poder del Estado para, transición  dictatorial mediante (Lenin), conformar una sociedad sin clases –aunque dividida en dos clases: el pueblo y el funcionariado público. En ambos casos el poder del pueblo está diferido  temporalmente, ya sea bajo la forma de las etapas evolutivas o bajo la idea del perfeccionamiento reformista, pero siempre alienado en una voluntad externa. El derecho civil, en tanto ius separado, y el andamiaje revolucionario reproducen modos de negación de la potencia de la multitud y su condición inventiva entendida como derecho natural.
            Toni Negri es un crítico de la homologación entre aparato jurídico y procesos sociales, ya que, según su planteo, la jurisprudencia y la institucionalidad deben acompañar la inmanencia de los procesos productivos y cooperativos, de los modos que la multitud libre y autónoma se da para la convivencia. Los cuerpos en lucha, trabajadores, ambientalistas, indígenas, minorías de todo tipo, trayectorias individuales, formas de relación no reconocibles, etc., abonan la multitud con sus marcas singulares y de ningún modo buscan ocupar el supuesto espacio vacío del comando, sino configurar otras formas de productividad vital y otras coordenadas para la organización. Negri no consiente la idea de una hegemonía vacía a ser completada por la cristalización de un conjunto de demandas; en todo caso, la multitud –figura de lo común y singular al mismo tiempo– hace hegemonía como cuerpo múltiple y abierto. Nunca es Uno acumulativo, ni siquiera Uno en tanto función vacía conveniente “estratégicamente” como instrumento de lucha. Por eso no hay en el Spinoza de Negri instrumentalidad de la política, sino variabilidad de los vínculos que producen (y son en) lo Común, cuerpos que experimentan lo que pueden en la excedencia producida con los otros. Finalmente, el capitalismo, que transforma el plus en beneficio, y la república liberal, guardiana de un equilibrio abstracto cuyo correlato es la dominación concreta, son formas de captura de los excedentes de vida, ya que, como dice poéticamente Simmel, la vida es siempre más-vida. “He ahí donde la inmanencia se afirma de manera fundamental y donde la estrategia de la cupiditas muestra la asimetría entre potentia y potestas, es decir, la irreductibilidad del desarrollo del deseo constituyente (social, colectivo) a la producción (también necesaria) de las normas de la organización y del comando. Ahora bien, es esta asimetría positiva, esta abundancia, esta excedencia de la potentia, lo que las teorías que quieren neutralizar la radicalidad transformadora del pensamiento de Spinoza deben cancelar: la perpetua excedencia de aquella razón liberadora que, a través de la imaginación, se construye entre el obrar de la cupiditas y la tensión de amor –en el borde del ser, construyendo la eternidad.”[15]
12.

            Las experiencias políticas no pueden ser evaluadas por su capacidad de saldar demandas inmediatas o reproducir procedimientos vigentes con los signos ideológicos que fueran. Así, el fracaso coyuntural del mayo francés se dice, simultáneamente, de una apertura de posibles que logró trascender incluso la caída del Muro. Del mismo modo, el 2001 argentino es el nombre de un conjunto muy heterogéneo y difícil de reducir a un solo plano, pero de ninguna manera representa el fracaso de la dispersión, sino la apertura a solidaridades entre experiencias diversas, más y menos autónomas. El problema de los coyunturalismos es su carácter meramente compensatorio, su conformidad con la reparación en el marco de lo políticamente pensable. Por eso, la radicalidad que recorre el planteo de Negri supone otro modo de percibir, una cierta disposición a lo impensable, suerte de estado paradójico de las fuerzas colectivas. Lo Común, más allá de lo privado (la vida social y el trabajo reducidos a la explotación más o menos regulada) y lo público (la cooptación jurídica y la Ley exterior a los procesos) está al mismo tiempo dado como condición ontológica, como potencia genérica en el sentido en que el propio Marx lo explicita, y ofrecido como apuesta política. No podría surgir de esos posibles una propuesta electoral, pero sí una invitación a pensar nuevas instituciones entre los actores de la multitud con sus propias dinámicas. Pero, paradoja obliga, pensar nueva institucionalidad requiere del desprejuicio y la valentía de habitar la fractura de la legalidad vigente.
            2001 es el nombre de nuestra pasión democrática en tanto es lo que quisiéramos repetir, pero no ya como lo que fue. Repetir de otro modo supone, al mismo tiempo, una hermenéutica como apuesta interpretativa que nos devuelve cambiados en relación a una experiencia histórica, y una praxis colectiva con sus matices y registros diversos. Si la gobernabilidad existente se forjó bajo la presión del 2001 y, en ese sentido, como plantea Claudio Lozano[16], se trata de un tipo de gobernabilidad inestable, las múltiples experiencias atravesadas por esa irrupción tampoco demuestran recorridos constantes ni homogéneos. Algunos sostienen que sólo un dispositivo gubernamental capaz de reunir las mejores semblanzas peronistas, con matices progresistas, garantizaría una orientación nacional favorable a los sectores populares, y el kirchnerismo es claramente su mejor exemplum. Sin embargo, nuestra incómoda pasión democrática nos fuerza a perseverar en la pregunta por otras condiciones de decisión colectiva, ya presentes en los barrios, en los movimientos y nuevas experiencias sociales y en tantos espacios bien poco identificables donde una suerte de “razón amorosa” sostiene la diferencia entre potentia y potestas siempre en favor de la potencia de lo Común.   
           
           



[1] Gherardo Colombo, Democracia; ed. Adriana Hidalgo, 2012, Buenos Aires. No obstante esa aseveración, en otra parte del libro se refiere a las virtudes de Internet para la vida democrática y pone como ejemplo de implementación en términos de reforma constitucional el caso de Islandia…
[2] Franco Berardi, “La forma neobarroca del poder” en Franco Berardi, Marco Jacquemet, Giancarlo Vitali, Telestreet. Máquina imaginativa no homologada; Ediciones de intervención cultural/ El Viejo Topo, 2004, España.
[3] Jean-Luc Nancy, La verdad de la democracia; Amorrortu, 2009, Buenos Aires.
[4] Karl Kraus, Contra los periodistas y otros contras; ed. Taurus, 1998, Madrid.
[5] Jacques Rancière, El odio a la democracia; editorial Amorrortu, 2007, Buenos Aires.
[6] Ibid. 4
[7] Ibidem 4
[8] Jorge Luis Borges, “Nuestro pobre individualismo” en Otras inquisiciones, ed. Alianza, 1997, Madrid.
[9] Si bien el PRO es el ejemplo más grosero de esa tendencia, a todos los actores políticos cabe una reflexión al respecto.
[10] Baruch de Spinoza, Tratado político; ed. Quadrata, 2005, Buenos Aires.
[11] Thomas Hobbes, Elementos filosóficos. Del ciudadano; ed. Hydra, 2010, Buenos Aires.
[12] Diego Tatián, “Spinoza y la cuestión democrática” en Toni Negri, Biocapitalismo. Seguido de Spinoza, otra potencia de actuar; ed. Quadrata, 2013, Buenos Aires (en prensa). Cita al final de la frase el propio Tatián: “Por lo que respecta a la política, la diferencia entre Hobbes y yo, sobre la cual me pregunta usted, consiste en que yo conservo siempre incólume el derecho natural (ego naturale Jus samper jartum tectum conservo), y en que yo defiendo que, en cualquier Estado, al magistrado supremo no le compete más derecho sobre los súbditos que el que le corresponde a la potestad con que él supera al súbdito, lo cual sucede siempre en el estado natural” (Carta de Spinoza a Jarig Jelles, 2 de junio de 1674).
[13] Ibid 10
[14] Toni Negri, Michael Hardt, Comune. Oltre il privato e il pubblico; ed. Rizzoli, 2010, Milán.
[15] Toni Negri, “Spinoza, otra potencia de actuar” en Toni Negri, Biocapitalismo. Seguido de Spinoza, otra potencia de actuar; ed. Quadrata, 2013, Buenos Aires (en prensa). La cupiditas aparece en el conocido libro de Toni Negri sobre Spinoza La anomalía salvaje…, como “síntesis humana del ‘conatus’ físico y de la ‘potentia’ del alma”, es pura productividad positiva como tensión expuesta, antes que como posibilidad hipotética. Esta máquina de producción de subjetividad es en Toni Negri del orden de la razón amorosa.
[16] No es casualidad que del mismo espacio que se plantea la cuestión de la “gobernabilidad inestable”, surge la invitación a pensar mecanismos de democracia participativa o formas directas y semi-directas de decisión popular. Desde la Constituyente Social se asume la condición “inestable” descripta por Lozano, como posibilidad de gestación de nuevas instancias de decisión, aprovechando el agotamiento de las viejas estructuras partidarias. En ese sentido, la institucionalidad vigente es un espacio a disputar e incorporar (casi en términos de transición) a formas nuevas de democracia participativa directa.   

viernes, 20 de diciembre de 2013

Nosotros dice 19/20, conecta término a término y divierte


Cliqueá la imagen para que acceder a la nube
Palabras clave del libro, según un soft que las extrae. Cliqueá la imagen para que acceder a la nube
(las palabras se convierten en tags que linkean a posteos varios)

Transcribo mail de Pablo Casal:

Hola Pablo
¿Cómo va tanto tiempo?
Te escribo -no por casualidad- este 19 de diciembre, pensando cómo volver a abordar tu libro, EL ESTADO POSNACIONAL. Sabés que desde que está disponible para descargar en formato digital que se me ocurrió buscarle un nuevo modo de lectura que le fuera pertinente y lo potenciara. Así que armé este experimento: lo convertí en una nube de tags, donde destacan las palabras más nombradas en el (ahora hiper-)texto. La di-versión del asunto es que al clickear sobre cada palabra, convertida ya en etiqueta, se obtiene acceso a todas entradas publicadas sobre el tema en tu propio blog.
No solo una propuesta de relectura, sino que a partir de las decisiones de quien lo tomé puede convertirse en una especie de reescritura, para seguir pensando las aperturas de nuestro presente.
La manera que encontré de contribuir a "decirnosotros".


Acá te lo mando.

http://www.tagxedo.com/art/d34f54147e9b4196

Y este es el código de embebido, en caso de que lo quieras publicar en el blog

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Abrazo!

viernes, 29 de noviembre de 2013

Infrapolítica en tiempos posnacionales. Una reseña de El Estado Posnacional: Más allá de kirchnerismo y antikirchnerismo, de Pablo Hupert

por Gerardo Muñoz en Lobo Suelto!

Repetiríamos un lugar común si dijésemos que las nuevas gobernabilidades de la izquierda latinoamericana representan hoy la clausura total de la larga noche neo-liberal y la inauguración de un nuevo proceso que pone al Estado como portador de instituciones capaces de mediar los reclamos populares más allá de los conocidos diseños de la democracia representativa. Más bien, al decir esto, estaríamos repitiendo el discurso con el cual, amén de sus diferencias y dispositivos varios, los nuevos gobiernos de la marea rosada intentan auto-legitimarse con relación al reciente pasado neo-liberal. Si bien es cierto que los gobiernos de Morales en Bolivia o de Correa en Ecuador, del chavismo en Venezuela o del kirchnerismo en la Argentina, marcan una diferencia sustancial con respecto a la despiadada post-política neo-liberal, esta construcción de una historia del presente suele narrarse a partir de la visión monolítica del Estado, dejando a un lado la complejidad de sujetos, lenguajes, y actores en potencia que crearon condiciones de posibilidad para el arribo mismo de esos gobiernos populares a comienzos de este siglo. Si en efecto hay cierta ganancia simbólica en construir estos relatos – ya no “somos más neo-liberales”, ahora “somos Estado”, se nos anuncia – lo que se suele perder es el ejercicio de una compresión mucho más integral, donde tal vez el actor estatal no sea el centro de un monólogo, sino otras las piezas políticas en juego.

El libro del joven historiador Pablo Hupert, El Estado Posnacional: más allá de kirchnerismo y el antikirchnerismo (2011), se propone justamente intervenir en un espacio más allá de una dicotomía alrededor del Estado tomando como realidad política la irrupción de Néstor Kirchner hacia el 2003. Esta dicotomía suele establecerse a partir de dos bandos bastante bien definidos: aquellos que defienden el regreso del Estado y cuya fidelidad al proceso nacional se vuelve definitiva (desde los estudios latinoamericanos de Estados Unidos, esta posición es defendida con mayor lucidez por John Beverley en Latinamericanism after 9/11); o bien aquellos que, desde la defensa del institucionalismo republicano y la “tiranía” de los derechos individuales, terminan por defender un pasado neo-liberal frente al quiebre del institucionalismo populista. Hupert no solo problematiza esa construcción binaria para la compresión de la última década kirchnerista, sino que ofrece explorar los límites de ese proceso antagónico desde otro ángulo.

Según Hupert, el regreso del Estado no puede signar hoy el regreso al Estado-Nación, entendido como regulador de capitales y eje de un gobierno sobre una ciudadanía, sino más bien lo “nuevo” pasa por la expansión del aparato del Estado sobre los niveles micro y macro de lo social. Es decir, si el Estado ha regresado con Néstor Kirchner en el 2003, es sobre la operación de una práctica que activa una serie de dispositivos y mecanismos en el interior de un proceso estatal capaz de dar coherencia política y “gobernabilidad” a los registros tanto institucionales como informales. Así mismo, lo “posnacional” marca la vuelta del Estado ya no en nombre de una “política del nosotros” – en particular aquella que cobra mayor visibilidad en la crisis del 2001 o el primer Peronismo cuya clase electoral contaba con una unidad laboral– sino como una continuidad de procesos extractivistas o neo-desarrollistas característicos de la inserción latinoamericana en tiempos globales. Lo “posnacional”, explica Hupert:

    “no es un concepto, una categoría que sea parte de un sistema de pensamiento estricto y coherente. No es el engranaje de una maquinaria de teoría y política. Es más bien una expresión que resultó cómoda para ir reuniendo y distinguiendo todos esos rasgos, prácticas, características, acciones, que se vienen desarrollando sobre todo en el ámbito estatal desde el 2003 a esta parte y que no coinciden con las características de un Estado nacional”. (p.15).


¿Cómo se construye, entonces, ese nuevo tejido estatal desde lo posnacional? Hupert no solo lo explica mostrando que los mecanismos de nación en tanto soberanía han quedado ya en el pasado, sino que la nueva legitimidad peronista que recorre el período presidencial de Néstor y Cristina Kirchner tiene como condición y aporía a  la crisis del 2001, o lo que a través del libro se entiende de dos formas análogas: “la política del nosotros” y la “infrapolítica”. La aporía pasa por el hecho de que, a la vez que la irrupción del “que se vayan todos” hace posible un escenario favorable para la intromisión hegemónica de Néstor Kirchner, el propio triunfo electoral del Frente para la Victoria y su gobernabilidad posterior suele acentuarse bajo la condición de negar y silenciar esa  potencia iniciática que irrumpe en el 2001. Sobre ese punto ciego que signa “ el nosotros”, kirchneristas como anti-kirchneristas estarían compartiendo una misma posición que niega la infrapolítica del poder destituyente, o peor aún, que lee esa interrupción como un elemento más de un panorama más amplio de la crisis económica y social que produjeron los reajustes neo-liberales. El Estado Posnacional, entonces, se construye a partir de la invisibilidad de los modos de organización política que, a contrapelo de una conquista hegemónica del Estado, propusieron formas varias de participación común y construcción de resistencias encarnadas en diversas figuras infrapolíticas que van desde  la multitud al desocupado, del piquetero al investigador militante.

Frente al nivel infrapolítico que recoge la amplia gama de la “política del nosotros”, el kirchnerismo según Hupert no solo opera con su tachadura simbólica, sino que también en la práctica suele cooptarlos a través de mecanismos de expansión que transforma la infrapolítica en micropolítica. Si por zona infrapolítica entendemos un proceso de actuar y hacer en autonomía y en constante resistencia al Estado (formas nocturnas, secretas, y contaminadas de la resistencia, como lo entiende James C. Scott en Domination and the arts of resistance, de donde proviene originalmente el término), en el nuevo nivel micropolítico asistimos a una diagramación por parte del Estado en donde se reorganizan las territorialidades y se aglutinan sujetos más alejados del aparato estatal. Si la infrapolítica supone una actividad del “nosotros” frente al Estado, desde la inversión micropolítica, la operación estatal aparece habitar los niveles más recónditos y alejados del tejido social. Por momentos, Hupert parece entender que la hegemonía, en su proceso de acumulación de signos y demandas en una cadena equivalencial, puede llegar a resultar nociva para la infrapolítica hasta convertirla imperceptible o inexistente. En otras discusiones de la “infrapolítica” a lo largo del libro, también pareciera que la infrapolítica marca una período histórico, y no tanto una actividad capaz de agrietar la extensión de la dominación y la visibilidad misma de la sumisión hegemónica:

    "Si recordamos que las Madres son el primero de los acontecimientos infrapolíticos, se hace manifiesto que el régimen político kirchnerista es un régimen forjado en función del reconocimiento inoculado de lo antes excluido de la representación…[…] 2001: afirmación infrapolítica + agotamiento de la representación como liga >> 2003-11: ascenso de las ligas gestionaría e imaginal + investigación de la infra como micropolítica. Y ahora, 2011: desafío de cierre + desafío de apertura (p.67-70)”.


Si bien Hupert abre espacio para pensar la política argentina del presente de otro modo, al concebir la infrapolítica dentro de una periodización histórica de sujetos políticos anti-estatales concretos (Abuelas, piqueteros), este análisis pareciera incapaz de profundizar en los modos en que la infrapolítica puede subvertir, escapar, y fisurar los dispositivos de captura estatal, incluso luego de la expansión de la representación en forma micropolítica.

El concepto de infrapolítica para denominar una “política del nosotros”, tal y como la irrumpe hacia el 2001, se asoma también como recurso analítico para entender la política del presente desde abajo. Pensar el kirchnerismo desde su condición de posibilidad no-estatal, permite interrogar zonas de subjetividades, lenguajes, potencias, y afectos que se resisten a la reducción de la “lógica de demandas” tal y como propone Ernesto Laclau en su modelo de retórica populista. La infrapolítica sería el espacio de condición, aunque también aquel donde habitan las pasiones felices atravesadas por la contaminación de una subjetividad que, desde la informalidad y asaltos microscópicos, consiguen habitar en un registro subterráneo paralelo los diseños de visibilidad simbólica y discursiva que supone la construcción del Estado. Como concepto quizás es importante apuntar que la infrapolítica proviene de dos genealogías disímiles, aunque compatibles en más de una forma.

Por una parte, infrapolítica consta de una vertiente antropológica y descriptiva de modos de “resistencias tenues” tal y como los estudia transversalmente el politólogo James C. Scott, en su importante libro Domination and the Arts of Resistance (Yale University Press, 1990). Para Scott, la infrapolítica no denomina una forma de resistencia voluntarista o ideológica de las capas subalternas frente a la dominación política de Estado, sino que describe todo el arsenal de murmullos y actos transgresores por los cuales los sujetos subalternos cobran agencia y rehúsan a su antojo herramientas y esquemas de la dominación misma. Infrapolítica intenta burlar y desviar los “efectos” de la dominación. Otro uso del término infrapolítico aparece, de manera intermitente y con múltiples usos analíticos, en varios trabajos del filósofo y crítico literario latinoamericanista Alberto Moreiras. Para Moreiras, infrapolítica suele articularse como sinónimo de un doble registro político de la deconstrucción frente a la estructura que encarna el “biopoder” y la totalidad de los aparatos de subjetivizacion. En otras instancias, en particular en el libro Línea de sombra: el no-sujeto de la política(Palinodia, 2006), la infrapolítica pareciera señalar un éxodo del poder tanto hegemónico como contra-hegemónico, siguiendo a Heidegger, para quien estas dos formas de lo político no logran escapar su forma imperial-romana. El uso del término “infrapolítica” en Hupert, en cambio, estaría más cercano a la reelaboración llevada a cabo desde el 2001 por Diego Sztulwark y Colectivo Situaciones, que se sitúa en relación doble ante la categoría del Estado. Un primer modo de entender la infrapolítica sería como el nombre y práctica de la politizaciones autogestionada durante la década de los 90s, y carentes de modos de representación institucionalizadas, renuentes a toda traducción hegemónica. Otro uso de infrapolítica aparece en el post-2001, y tiene que ver con la continuidad de estas formas de autogestión una vez que se ha instalado el Estado posnacional. Curiosamente el libro de Hupert no elabora sobre los modos en que la infrapolítica, precaria o debilitada, ha continuado durante la era kirchnerista. Más bien uno pudiera decir que al entender la infrapolítica tan apegada a los hechos y condiciones del 2001, se vuelve un tanto difícil entenderla como praxis cotidiana y rutinaria,  contestataria y subterránea, a la menara de Scott o Moreiras, cuyos usos no se restringen a un historicismo o a sujetos identitarios.

Si el estado posnacional es la expansión sobre los hilos más profundos de la subjetividad social, sus modos de concentración simbólica se dan a través de un balance entre lo que Hupert denomina el proceso de “imaginalización”. En esto el libro de Hupert comparte un elemento que libros sobre el kirchnerismo tan disímiles como La audacia y el cálculo de Beatriz Sarlo, Kirchnerismo: una controversia cultural de Horacio González, o La anomalía kirchnerista de Ricardo Forster, también colocan en el centro de la discusión argentina: el lugar de lo simbólico y la producción de imágenes como soporte fundamental en la gestión kirchnerista. La novedad del análisis de Hupert radica, sin embargo, en lograr escapar de la polaridad que entiende el uso de las imágenes ya sea como “Celebrityland” cuasi-oportunista (Sarlo), o como proceso de reactivación de espectros peronistas y lenguas nuevas (González y Forster). Hupert sitúa el uso de la “imaginalización” no como recreación de simulacros ni formas del pasados, sino como franjas en donde se intenta enmendar la distancia entre la esfera económica y la política, la de la construcción de una imagen selectiva, cortando y pegando momentos históricos y obviando otros. La teleología kirchnerista se traza en una línea recta que va desde el primer peronismo sindicalista basado en el imaginario del trabajo proletariado, pasado por las resistencias del peronismo de izquierda de los 70s, hasta llegar al nuevo momento de refundación nacional con Kirchner en el 2003. Discutir la “imaginalización” del kirchnerismo le permite a Hupert demostrar los modos en que la presentación del gobierno, así como su “temporalidad histórica y económica” caminan a ritmos desiguales. Así, el imaginario del kirchnerismo no es tanto una discusión sobre los usos de símbolos, sino más bien sobre la imagen política que el gobierno construye para poder hablar desde el “Estado” en tiempos que ya han dejado de serlo. La imaginalización es el modo de gobernar una vez que ya hemos comenzado a habitar tiempos posnacionales.

Si en un registro la “imaginalización” describe el nivel simbólico de la gobernabilidad, la “gestión” denomina su modo práctico, tal vez el dispositivo tecno-político que hace posible traer de vuelta la politización a las bases en tiempos posnacionales. La “gestión” más allá de ser un plan de gobierno con contenidos ideológicos fuertes que determinan el carácter “progresista” del gobierno, viene a marcar un modo de llevar la gobernabilidad hacia delante,  conteniendo así una mínima conflictividad posible. La gestión, según Hupert, va marcando el “desorden objetivo” de la realidad posnacional que el kirchnerismo va aliviando y resolviendo a su paso. Al igual que la extensión estatal micropolítica, la gestión es un proceso expansivo que va tapando huecos en su camino, evitando así niveles de conflictividad mayor, y reduciendo todo intento de una “política del nosotros”. La “gestión” se preocupa por ir multiplicando respuestas a estos conflictos (aquellos marcados por la producción misma de subjetividad), a la vez que suele interpelar a sectores del poder, para así mantener una visibilidad de gobierno populista que en lo imaginario busca dividir, en efecto, la sociedad entre aquellos que representan al “pueblo” contra a los bloques de intereses económicos-institucionales. Así, la gestión funciona paralelamente al proceso de imaginalización, si bien sus operaciones son siempre a corto plazo, contingentes, y de una asimetría constante hacia los sectores más alejados de los aparatos estatales. A partir de este análisis, pudiéramos leer a Hupert contestando abiertamente a la teoría populista de Laclau, puesto que ya no es la conflictividad de interpelación el centro de lo político, sino la gestión como expansión objetiva-contingente de un Estado que huye de la conflictividad con sujetos infrapolíticos que demostraron ejercer el poder destituyente hacia el 2001. El Kirchnerismo quiere, a toda costa, evitar la mínima posibilidad de que algo parecido pueda tener lugar.

El Estado Posnacional es un libro de coyuntura y de pensamiento sobre el presente político argentino. Sin embargo, tampoco es un panfleto, ni un folletín político. Tejido a partir de conversaciones en un taller de historia política argentina que tuvo lugar en el 2007 por el propio Pablo Hupert, El Estado Posnacional formalmente puede ser leído como una reactivación del diálogo platónico. Aunque a diferencia de Platón, Hupert se propone interrogar y abrir espacios desconocidos, lanzar hipótesis e investigar, sin a priori mediantes, zonas que parecieran incuestionables en un debate político. Antes que hablar con sabiduría y datos, Hupert discute a partir de las dudas y las incertidumbres. Hupert no es el sabio, sino el maestro ignorante que aprende de otros y de sus interrogantes. Quizás por el carácter mismo del libro, una de las preguntas fundamentales que despierta su lectura queda afuera: ¿cuál es la condición concreta de los sujetos infrapolíticos hoy? ¿Es posible la cooptación integral de la praxis infrapolítica ante la nueva expansión imaginal y gestional del Estado K?

Uno de las efectos que genera la lectura del libro de Hupert es una tesis que pudiera avanzar una hipótesis curiosa: si ante la expansión del Estado asistimos al debilitamiento de toda actividad infrapolítica, entonces esto implica que con el neo-liberalismo, carente de todo estatismo, presenciamos una expansión de la infrapolítica desde los márgenes hacia el centro. Paradojalmente el neo-liberalismo, desde el lente infrapolítico, aparece entonces como proyecto de mayor democratización, o al menos, como proyecto político en el cual, toda una zona de “políticas del nosotros” deviene en transformaciones profundas de afectos, lenguajes, y vidas en común. Hupert escribe: “Es como si dijésemos que ante un Estado abandónico como el de los 90s era mass sencillo  desarrollar valores y modos de vida autónomos que con un Estado mass paternal…La metáfora del régimen político kirchnerista es un papa diciendo “chicos, vuelvan a casa, la voy a hacerlo mass cómoda posible con tal de que no desconozcan…” (p.69). Por eso la pregunta por la infrapolítica actual, bajo la presencia “fuerte” del Estado, es también una oportunidad para volver sobre el neo-liberalismo justamente como productor de precariedad por una parte, pero también, más interesante aun, capaz de generar empalmes sociales alternativos mucho más resistentes.

Frente a la encrucijada de la aparición del Estado, Hupert reclama volver a poner en el centro de la discusión a los movimientos sociales, la subjetividad infrapolítica y los afectos en la compleja realidad que atraviesan los procesos latinoamericanos. El libro de Hupert se enriquece si se pone en diálogo con toda una reciente bibliografía de estudios teórico-políticos, tales como la publicación Debates & Combates de Ernesto Laclau,Habitar el Estado de Sebastián Abad y Mariana Cantarelli, Politics on the edges of Liberalism de Benjamin Arditi, o Post-Soberanía de Oscar Ariel Cabezas.  En este sentido, El Estado Posnacional interviene en una discusión actual de la teoría política sobre Estado y movimientos sociales en América Latina, en la cual Hupert reconstruye no solo una historia alternativa para pensar el kirchnerismo, sino una matriz que ofrece una salida al pensamiento estatista que encarnan hoy no solo aquellos situados en el Estado, sino también sujetos interpelados por el pensamiento único de la hegemonía en tanto dominación.

Uno de los gestos centrales de la intervención de Hupert, de la mano del pensamiento teórico de Ignacio Lewkowicz y Colectivo Situaciones, es apostar por la complejidad del análisis teórico en medio de un proceso político cuya fuerza siempre parece tener al Estado como pieza monolítica de posiciones binarias. Más allá de las simpatías conocidas por el “regreso del Estado” en la región – que a su vez es siempre con respecto “al pasado” neo-liberal y que aun reproduce el lastre de una lógica de superación y desarrollo – el libro de Hupert, a diferencia de la antipatía liberal defensora de institucionalismos insuficientes, se instala en una discusión del presente desde una lengua y un pensamiento renovador (léase infrapolítica). El Estado Posnacional estudia esta interesante nueva complejidad argentina que llamamos kirchnerismo, pero a la vez tiene la fuerza para lanzar incomodas interrogantes capaces de renovar nuevas potencias y fisuras en el reverso de la hegemonía.

martes, 27 de agosto de 2013

El triunfo del 2001 en las elecciones de 2013

Por Víctor Militello


Muchas voces se refieren a 2001 como un fracaso, una revuelta que se desvaneció sin dejar ninguna huella ni continuidad, que no tuvo ninguna clase de eficacia.
En muchos casos es probable que no sea más que resentimiento, pero en muchos otros se trata de un balance que surge de modos de evaluar los hechos políticos según referencias espectaculares: como no se cambió todo, no cambió nada.
Ahora bien, si 2001 fue una puesta en cuestión de la política de representación que, por otra parte, surgió por fuera de partidos y sindicatos, si la problemática que planteaba se concentra en este carácter, entonces su eficacia resulta asombrosa: destruyó el sistema de partidos que sostenían la gobernabilidad democrática. Dijo que se vayan todos y los partidos …se fueron!!
Y esta es la tesis de este breve artículo: en la Argentina no hay más partidos formando parte del entramado político de la gobernabilidad (sólo permanecen fieles a la forma partido algunas formaciones de izquierda, pero no forman parte de los partidos de gestión estatal, aunque cabría preguntarse que rol juegan en la gobernabilidad, si es que juegan alguno).

Gobernabilidad y sistema de partidos
Gobernabilidad es un término denso, polisémico, difícil de precisar y delimitar.
Para nuestros fines nos alcanza con definirlo como la capacidad estatal de encuadrar a las masas bajo su conducción y ordenamiento, constituyendo un lazo.estableciendo cierta normalidad en la situación, organizando los conflictos y su resolución de manera tal que se mantengan a distancia del estallido y la conflagración abierta. Para ello entran en juegos numerosos dispositivos, tácticas y estrategias, que son, precisamente, las prácticas de los dispositivos de gobierno.
Es en parte asimilable al concepto de hegemonía; gobernar es hegemonizar la conflictividad.
Ahora bien, parte de la densidad de este concepto se deriva del hecho de que no se distingue entre hegemonía política y hegemonía cultural, o ideológica, dimensiones que están muy entrelazadas, por cierto, pero no son idénticas. Esto hace perder de vista la singularidad de los procesos políticos. Todavía más, nos animamos a decir que “cultura” desplazó a “política” en muchos discursos actuales.
No siempre una crisis política supone un desfondamiento de los sistemas culturales. Por ejemplo, en las revoluciones del siglo XX vemos que la crisis política no disuelve la “ideología dominante”, cosa que, por otra parte, los revolucionarios conocían perfectamente. Son innumerables las declaraciones al respecto: tras la toma del poder    (que era el sentido predominante de la categoría de “revolución”), la ideología burguesa sobrevivirá incluso por generaciones. Por supuesto, eso no significa que quedara indemne.
De modo que el acontecimiento político nunca es total, no transforma inmediatamente la totalidad del mundo-la cual no existe, dicho sea de paso- ni disuelve los imaginarios preexistentes, los sistemas simbólicos y de lugares, los modos de vida.
Y tampoco lo hizo 2001.
En todo caso, la eficacia de las irrupciones populares debe medirse por su capacidad de determinar la situación en la que se inscriben. Y esta situación en el 2001 era la de la política y su sistema de gobernabilidad y hegemonía política (y no la de la totalidad de la sociedad)
2001 transformó la política, al menos en algunos aspectos, no la (inexistente) totalidad del mundo.

Neoliberalismo y crisis del Estado-Nación.

El neoliberalismo erosionó la lógica interna del Estado-Nación, el cual no desapareció, como es evidente, sino que se debilitó, distorsionó y desactualizó. Se comenzaba a requerir nuevas estrategias.
No abundaremos aquí en sus causas sino que simplemente constataremos su incidencia y trataremos de localizar sus efectos.
En lo fundamental el neoliberalismo golpea en el alineamiento institucional: el sistema de instituciones deja de resonar en un punto central que los ordenaba y cuyo eje era el Estado-nación. En términos generales se trataba de la compatibilidad entre dispositivos disciplinarios de encierro que, resonando entre sí y con el centro estatal, adquirían densidad y fibrosidad. La familia, la escuela, la fábrica, los hospitales, etc, etc, dejaron de tener ese telón de fondo que era el Estado-Nación y, viceversa, éste dejó de sostenerse en ciertas condiciones que le garantizaban estabilidad. Y las instituciones se convirtieron en galpones, como decía el historiador Ignacio Lewkowicz.
Velocidad, liquidez, fluidez, son otras tantas maneras de nombrar esta erosión.
Hasta aquí la crisis de hegemonía del Estado-nación refiere sobre todo a su sistema cultural, ideológico o de eficacia de dispositivos de poder múltiples y variados subsumidos en una misma diagramático.[1]
A estas condiciones, que proveen de una estabilidad de fondo al Estado-Nación, las llamo condiciones de estatalidad: el Estado reposa serenamente sobre un fondo rocoso que ni siquiera los golpes de estado lograban conmover, más bien todo lo contrario El pasado, la densidad histórica, predomina sobre el presente y el futuro, lo acumulado, los estratos, se imponen y refuerzan mutuamente.
Ahora bien, en sociedades democráticas la gobernabilidad política se expresa a través del sistema de elecciones y, por lo tanto, a través un sistema de partidos en competencia, esas grandes formas de la disciplina moderna, de la lógica del encierro, rara vez caracterizada de este modo.
Y sin esta hegemonía política las condiciones de estatatlidad no estarían completas. Y aquí sí los golpes de estado jugaban un papel negativo, al recortarla y subordinarla al poder militar.
Pero tras la Dictadura del 76 los golpes de estado devinieron imposibles. Si esta dictadura creó, por un lado, condiciones favorables a la gobernabilidad al eliminar a los rebeldes, por otro lado introduciría el elemento neoliberal que iría a erosionarla.
Sin embargo, la posdictadura vio el retorno de un sistema bipartidista ( peronistas y radicales) que, incluso si se debilitaba, seguía siendo hegemónico. La destrucción de una forma histórica y determinada de hegemonía cultural aún no llegaba a la política. Y ello porque la sanción del agotamiento de una forma política no es un fenómeno de estructura, sino de intervención subjetiva. Una política-incluso si está en ciernes y es débil e indeterminada- desplaza a otra.

2001 y el fin de la forma partido

No toda forma de agrupamiento colectivo en política es un partido. Incluso en la historia se reivindicaron otras formas: ligas, uniones, milicias o ejércitos populares y otras. En la actualidad, post 2001, se impone una nueva, de la que hablaremos más adelante..
¿Que caracterizaba a la forma partido en términos muy generales?
En primer lugar, que se organizaba en torno a una “plataforma” (o declaración de principios) y un programa que lo expresaba. Y que les imponía exigir una autonomía relativa respecto del aparato del estado ( sobre todo cuando no se tenía dominio sobre él).
En segundo lugar, configuraba una forma de militante reconocible a distancia: el cuadro, el militante profesional, rodeado de simpatizantes, adherentes y público en general.
En tercer lugar, en que tenía una vida interna intensa conformada por ciertas prácticas más o menos frecuentes: congresos, plenarios, discusiones de coyuntura (situación nacional, situación internacional, análisis de las relaciones de fuerza, etc). En suma, el proceso de producción de la famosa “línea” del partido.
En cuarto lugar, que disponía de una prensa partidaria, incluso bibliotecas y espacios de formación política.
En quinto lugar, aunque parezca demasiado obvio, que tenía autoridades y jerarquías, elegidas en internas “cerradas”, y que conformaba buena parte de la lucha de tendencias a su interior. Y este rasgo viene al caso cuando, al momento de escribir estas líneas, el partido más importante de la Argentina, el PJ, no tiene autoridades definidas, algo impensable en otros momentos de la historia.
En sexto lugar, tenían cierta estabilidad, se sostenían en el largo plazo, muchas veces sin modificaciones esenciales. A esta disposición no le era ajena la disciplina interna, el ser “orgánico” con el partido.
Por último, tenían una ideología definida.
En suma, eran cuerpos sólidos, que tenían órganos y funciones claras y precisas.

En fin, podríamos continuar, pero con estos siete puntos creemos que tenemos lo suficiente para afirmar que en la actualidad las agrupaciones políticas electorales, en su mayoría, ya no son partidos, ni siquiera gelatinosos., como se los ha llamado alguna vez. Incluso podríamos agregar que los agrupamientos actuales no cumplen con ninguna de estas siete características.
Entonces ¿qué es lo que hay? ¿Cómo llamar a estos nuevos agrupamientos?
Elegimos llamarlos agencias para la selección de candidatos para la gestión estatal. Es la novedad reaccionaria post2001. Su rasgo característico es la volatilidad, la transformación incesante de sus miembros y sus orientaciones ideológicas. Su evanescencia permanente, su reacomodamiento perpetuo. Esclavos de la fluidez, sobreviven sin forma.
Por supuesto, carecen de plataformas y programas, no tienen militantes sino funcionarios activistas ( en muchos casos o bien son funcionarios públicos, o de organismos internacionales, o de agrupamientos empresariales o directamente de empresas, o todo eso junto), su “vida interna” se tramita entre el secreto de la mesa chica, las internas “abiertas” y los medios de comunicación, (y las encuestadoras y las consultoras de marketing que reemplazan a los órganos pertinentes del partido) que son, a su vez, lo que vino a sustituir a la prensa partidaria, son inestables e indisciplinados, descreen de las ideologías y del pensamiento “fuerte”, el cual produce, según parece, una indigestión grave en el electorado. Y son, plenamente, aparatos organizadores de estado, del cual no se distinguen. Si el drama de las revoluciones fue la fusión del partido y el Estado, el Estado-Partido (también desarrollado por los fascismos), el de las sociedades actuales es el Estado-Agencia., forma dominante de la Democracia S.A., fusión plena del Capital y el Estado.
Ahora bien, no es sólo la fluidez quien ha sancionado su senectud, sino, y sobre todo, la intervención popular.
¿Es necesario demostrarlo? Creemos que no. Sin embargo, nos gustaría afirmar que el que se vayan todos era una consigna política dirigida al conjunto de la llamada “clase política” (o que incluso constituyó el sintagma “clase política” como tal). No era una demanda económica, ni social, ni de otro tipo, sino directamente política que golpeó en el corazón de la gobernabilidad: la forma partido y su sistema de encierro de la práctica política en encuadramientos previamente.normalizados.

La nueva gobernabilidad.

Al Kirchnerismo le tocó llegar al poder con el sistema de gobernabilidad erosionado y agotado por la acción de la máquina neoliberal, por un lado, y la intervención popular, por el otro. Y renegó tanto de uno como de otro, aunque de manera muy diferente: al neoliberalismo lo puso como enemigo, al 2001 lo olvidó, ninguneó y caracterizó como “infierno” para mejor robarle sus banderas.
Atenazado por múltiples imposibilidades (imposible reprimir abiertamente, imposible privatizar, imposible comportarse como “clase política”, imposible contar con el fondo institucional y con el sistema de partidos, imposible tener relaciones carnales con el Imperio, etc, etc) debió inventar una nueva gobernabilidad, para lo cual no disponía, obviamente, de un plan previo.
De modo que debe improvisar, variar, intervenir continua e incesantemente, armar dispositivos específicos para cada situación de crisis, darse una movilidad sorprendente y desconocida, que para sus seguidores es el índice de su vitalidad, para poder construir día a día y paso a paso la gobernabilidad política perdida..
Ya no contaba, ni podía contar, con esa especie de bajo continuo que he llamado condiciones de estatalidad para un período determinado.
Reconstruirlas era, entonces, su tarea y su obsesión, su objetivo fundamental al cual se subordinaban todos los otros.
La reconstrucción de las condiciones de estatalidad era, el verdadero norte estratégico del gobierno K, al cual numerosas prácticas se le subordinaban como sus formas tácticas.: las estatizaciones, la transversalidad, la reforma de la corte, la política de DD HH, los planes sociales, la captura de ciertos movimientos sociales, la creación de una nueva “militancia”, la constitución de grupos intelectuales como Carta Abierta, la invención de un “otro” abominable que sería la “derecha”, la “corpo” etc, etc.
Y en este sentido la novedad reaccionaria K fue bastante exitosa.
Ahora bien, reconstruir las condiciones de estatalidad sobre la cual montar una nueva gobernabilidad ni es tarea para un solo gobierno ni es un objetivo cumplido.
Lejos de eso, la crisis sigue abierta, la formas estables no llegan, el lazo entre Estado y Sociedad no se clausura o sanciona. No hay, por ahora, un nuevo Contrato Social.
El K es como un caminante sin camino, que debe colocar el suelo bajo sus pies a cada paso. Eso le de un tono épico, de aventura, incluso casi poético: es como un migrante sin rumbo ni destino, una anomalía, una intemperie. Es un gobierno de excepción,  en tiempos de excepción, que gobernó excepcionalmente, lo que le valió el mote de “autoritario” con el cual la oposición no cesa de mortificarlo.
Sin embargo, además del disgusto que nos provoca la poesía de Estado, debemos decir que tan frenética actividad cansa, y que los efectos de este cansancio empiezan a percibirse, que el género de la literatura de aventuras y viajes no es el preferido por los gobiernos, cuya consigna central y eterna será siempre: seguridad, si, seguridad para todos, y en primer lugar para la gobernabilidad. El lazo de obediencia al Estado.







[1]  Para todos estos temas recomendamos El estado postnacional, de Pabo Hupert, donde esta problemática se analiza extensa y detalladamente.
 

martes, 24 de abril de 2012

Un intercambio


Hola Pablo:
 
Leí tu libro con suma atención, a veces releyendo párrafos y páginas enteras, porque me resultó muy didáctica tu aproximación al fenómeno K. Esa guía me permitió traducir el discurso de reasunción de la presidenta y entender algunos sucesos que se produjeron en los ocho años anteriores y los que se esperan a partir de ahora. 
Todo gira en torno a la gestión que asegura la gobernabilidad, en detrimento de las instituciones republicanas, y la resolución de conflictos, más allá de cuestiones formales, reafirman la imagen presidencial tan disminuida a raíz de los acontecimientos del 2001 junto a una poderosa red propagandística que no da tregua y que poco a poco se va a tornar opresiva.
Creo que esto podría ser un resumen de lo que entendí. Por supuesto, surgen muchos interrogantes, algunos de los cuales voy a plantear:
 
¿Kirchner asumió en 2003 con el propósito de gobernar como lo hizo o fue tomando decisiones sobre la marcha?

Respuesta: Un poco y un poco: lo seguro es que no tenía ningún plan paso-a-paso
 
¿Tenía conciencia de lo que llamás la “infrapolítica de los nosotros” y a partir de esta realidad diseñar un modo de administrar?

R: Sí, aunque no como la conceptualizo yo. Prat Gay cuenta que una vez desde la Rosada, K le mostró un piquete y le dijo "mire: yo estoy acá para que esa gente vuelva a su casa" y K sabía muy bien que esa gente no iba a volver ni a punta de pistola (como demostró 19-20) ni vía sindicalización estatizada como había echo el primer peronismo.

¿Fue él quien planificó y llevó a la práctica la gestión como método efectivo de satisfacer necesidades?

R: No, fue el mercado; la política ya lo había comenzado a incorporar, pero K lo multiplicó y expandió y lo convirtió en sistema de consenso y de obtención de gobernabilidad.
lo que intenta mostrar mi libro, como presupuesto general, es que los políticos no hacen lo que se les ocurre y mucho menos lo que planifican (que es la imagen que dan los periodistas sean oficialistas, opositores o independientes), sino que toman las condiciones de su circunstancia y las afrontan con los elementos que en su circunstancia andan sueltos; el modo como los articulan, junto a alguna que otra característica personal, sí puede llegar a ser original de ellos y esa articulación es lo que conforma su perfil de gobierno.

¿Creés que en algún momento se pueda volver a la institucionalidad tradicional o tantos años haciendo caso omiso de ella ya la han dejado obsoleta y fuera de servicio?

R: Imposible que vuelva; por eso hablo de un Estado posnacional, justamente.

¿Pensás que como consecuencia de algunas desviaciones del plan original –cancelación de los subsidios, aumento de tarifas, techo para las paritarias- pueda aparecer nuevamente el fantasma del “nosotros” y en ese caso con menos argumentos –menos caja- la presidenta volverá por los fueros tradicionales?

R: En el verano se vio que el fantasma nunca desapareció, aunque sí se transformó, entre 2003 y hoy: Famatina, por ej., los docentes, etc., etc.
También se viene viendo que el gobierno necesita satisfacer a todos con menos recursos que antes, lo cual es muy difícil sin poder recurrir a la represión abierta; igual, se viene desarrollando (que no planificando) una represión también posnacional: tercerización, provincialización del uso de la fuerza (Formosa, Neuquén, Salta), patotas (Sta Cruz, FFCC, etc.), chicaneo mediático (678, Tiempo Argentino, etc. etc.), ahogo presupuestario (lo denunciaron radios independientes riojanas y seguro no son las únicas), listas negras privadas (como las confeccionadas por las mineras en La Rioja), sicarios privados (como en Sgo del Estero), judicialización de la protesta, difamación mediática, gatillo fácil, etc., a lo que se suma la ley antiterrorista (que ya se aplicó a 25 antimineros catamarqueños), el proyecto X, el uso de gendarmería en los conurbanos, entre otras.

Para terminar, no quiero aburrirte, este enfrentamiento con Moyano ¿te parece teatro o hay algo cierto de trasfondo?
R: No lo sé, pero tenemos que aprender a pensar los teatros como ciertos, pues vivimos la era del espectáculo. lo que me parece es que Cristina está buscando la mayor lealtad posible en sus adláteres y ya no solo en su "mesa chica"
 
A propósito, en una parte del libro escribís que el proyecto K es volver al punto en que fue interrumpida la experiencia Cámpora que dio comienzo a la etapa Dictadura-neoliberalismo.
R: No digo eso; digo algo que es casi lo opuesto: que aunque imaginalmente pregonan  volver al punto en que fue interrumpida la experiencia Cámpora que dio comienzo a la etapa Dictadura-neoliberalismo en realidad son un movimiento que incorpora en sus prácticas todo lo que ocurrió luego de 1976, tanto en lo que hace a técnicas de gobierno (que incluye técnicas mediáticas) como a trato con los de abajo (que incluye co-gestión de lo social con los nosotros extraestatales).

 Con ese retorno al pasado vuelve también el antagonismo Montoneros-CGT, una de las columnas del desastre que vino a posteriori. Los neomontoneros actuales son funcionarios con sueldos de novela y no como sus predecesores que, a mi juicio, equivocados en la metodología, estaban dispuestos a jugarse la vida por su ideología. Entonces, ¿hasta dónde puede llegar esta pugna? Mi temor es que alguien, en algún momento, uno que sea mas papista que el papa, vaya más allá de las palabras y se le escape un tiro. Lo cual sería una tragedia. 
R: Yo no lo veo probable, pero tal vez yo no sepa leer lo cierto de ese teatro :)

Aunque el discurso K parecería calentar el ambiente en esa dirección. En este sentido, Cristina me resulta un poco más decidida que Néstor.
 
Como ves, el mérito de un libro es dejar inconclusas las respuestas y provocar nuevas preguntas. Mérito, por supuesto, todo tuyo.
Un abrazo
 
Pablo F.