lunes, 30 de enero de 2012

Amigos para pensar la vida

por Sebastián Stavisky

Los amigos hoy más que nunca sirven para pensar la vida

En una de las primeras páginas de un libro amigo del libro de Pablo que, a su vez, me regaló un amigo, dice algo así como que los amigos hoy más que nunca sirven para pensar la vida. Creo la palabra amigo es una de las palabras más hermosas que hay.  Es maravilloso el modo en que la usan los nenes para referirse a un otro, al que muchas veces no llaman por su nombre, tal vez porque incluso ni lo saben, porque lo acaban de conocer y aún no le preguntan cómo te llamás, pero ya lo reconocen como amigo. ¿Querés ser mi amigo?, le preguntan a veces. Otras, ni siquiera hace falta. Algo similar sucede con otros no tan nenes –si es que ser nene sea una cuestión de recorte etario y no simplemente, como la amistad, una forma de vida- que, en el reconocimiento de un modo de ser en común, se dicen entre sí amigo.
Una de las potencias de la palabra amigo es que, a mi entender, no carga con oposición. A diferencia de lo que ciertos usos de la filosofía política aún sostienen, el enemigo no es la antinomia del amigo, no es el anti-amigo. El anti es otra cosa. El anti es el que no quiere ser amigo, el que no se engancha, el que no se copa. Pero no por ello se ubica en las antípodas del amigo. Antes que ello, se vuelve indiferente. En el libro de Pablo hay un apartado muy lindo que habla justamente sobre la dinámica actual de los movimientos sociales como una dinámica de amigo/indiferente. Con el enemigo –si vale el juego de palabras- la cosa es muy diferente. El enemigo no puede ser indiferente. No pasa desapercibido. La intensidad del vínculo que une a dos enemigos sólo es comparable con la que une a dos amigos. Con los amigos todo, con los anti nada, contra los enemigos la muerte. Pero un anti, un indiferente, incluso un desconocido, no puede convertirse así como así en enemigo. Un amigo, como decía, puede ser amigo a primera vista. Un enemigo no. Al enemigo es necesario antes conocerlo. Saber su nombre, conocer sus mañas, sus vínculos, sus costumbres, sus traiciones. Y sólo se puede conocer tanto así a alguien habiendo sido antes su amigo. Habiendo sido su amigo hasta que, en algún momento, aquella amistad se haya roto por medio de una traición. El enemigo es el amigo que traiciona. No el que no se copó, el que se cortó. Con el que se corta la intensidad de los vínculos se diluye. Con el enemigo se mantiene, quizás incluso se fortalece, aunque de un modo muy distinto al que era. No de un modo opuesto, sino tan sólo diferente.
En un ensayo de la antropóloga Mary Douglas, la autora trabaja con el uso que suele hacerse de las metáforas en ciertos discursos y encuentra su fundamento en, lo que propongo llamar, una política de la similitud. Si nos apresuramos un poco, podríamos decir que la conclusión del ensayo es que la similitud es una farsa, no existe. La similitud no es una cualidad intrínseca de los objetos. Dos objetos nunca son esencialmente similares entre sí. El que una ballena sea similar a una vaca más que a un tiburón ballena depende de las categorías con que pensamos a la ballena y a la vaca en cuanto mamíferos, y al tiburón ballena en cuanto pez. Ahora, si utilizáramos otra categoría, bien podríamos sostener que una ballena y una vaca no son para nada similares, o que una ballena es mucho más similar a un tiburón ballena –por el modo en que se nominan, por el ambiente que habitan- que a una vaca. Al igual que la metáfora, la representación contiene a una política de la similitud como fundamento. Cuando decimos que alguien nos representa estamos diciendo que pensamos de modo parecido, que su palabra es similar a la nuestra. Pero la representación va un paso más allá. No mantiene la similitud entre dos objetos, entre los que aún se abre cierta distancia pues el hecho de que sean similares no implica que sean idénticos. La representación es, en este sentido, mucho más violenta que la similitud en cuanto borra la distancia y, con ella, los objetos mismos. Identifica uno con el otro y, a partir de allí, ya no hay más dos objetos sino apenas uno. Ya no hay más dos palabras sino apenas una.
Realizar una crítica a la similitud es, al mismo tiempo, realizar una apología de la diferencia. Creo ésta es una de las cosas más lindas que tiene el libro de Pablo. Que marca una diferencia. Una diferencia que está abierta. En una de las presentaciones del libro, uno de los invitados decía que el libro de Pablo es un boceto. Lejos de molestarse por el comentario, creo debería tomarlo como uno de los mayores halagos que le hayan hecho pues implica que el libro es coherente con aquello que propone, un pensamiento que abre, una diferencia que no cierra. Y qué difícil es pensar la diferencia. Requiere despojarnos de las categorías no sólo con que pensamos sino, incluso, con que percibimos. Despojarnos como un andrajoso para descubrir nuevamente el mundo como un niño. Olvidarnos de lo aprendido. Saborear la inmanencia. Tantear las cosas. Caminar a tientas. Ensayar cada paso. Escribir bocetos. Como diría Paolo Virno, hacer que lo familiar devenga extraño. Siniestro. Es como la amistad, que no tiene un contrato previo que la estipule, que la dicte. Dos amigos no son similares, son comunes. Y la amistad entre ellos está siempre en juego. En cualquier momento puede romperse. Puede alguno convertirse en un anti y dejar que el vínculo se diluya o, incluso, traicionar y convertirse en enemigo para luego, quizás, quién sabe, volver a ser amigo. Porque si las traiciones no se perdonan, es mentira que no se olvidan.
Desde que el movimiento de los indignados se convirtió por aquí en producto mediático, rápidamente asistimos a toda una serie de comparaciones con el 2001. Allí hay algo similar a lo que ocurrió aquí, nos decían las imágenes. En uno de los programas de 678, luego de mostrar un informe sobre el 15M, uno de los panelistas se preguntaba –porque él nunca pregunta, siempre fiel a su muletilla me pregunto- si en algún país de Europa asomaba el nombre de algún líder capaz de traer un poco de orden al caos que el movimiento expresaba, tal como aquí hubo sucedido –supuesto que no estaba en cuestión, los supuestos no se preguntan- con Néstor Kirchner. Lo interesante, a mi entender, de la anécdota, es el modo en que el nombre Kirchner fue convertido en aquella operación discursiva en una categoría con la cual pensar cualquier movimiento, cualquier salida del conflicto, cualquier superación del caos. Representante universal y concreto del supuesto retorno del Estado.
Algo similar ocurrió cuando en la presentación al libro de Pablo a que hacía referencia, aquel mismo que hablaba de bocetos, trazando una suerte de tradición mortuoria para la ocasión, comparaba a los pibes de Crogmanon con los del bombardeo del ´55 a Plaza de Mayo. Y es que, si la muerte es irrepresentable, no sucede lo mismo con los muertos. La ausencia de su palabra abre paso a que cualquiera pueda decir lo que quiera sobre ellos. Cualquiera hable en su nombre. Y qué fácil es. Otro de los conceptos que aquí componen máquina de aplanamiento junto a la similitud y la representación es el de la tradición. Que suena tan parecido a traición. ¿Es posible trazar una tradición de los muertos? O, mejor aún, ¿es posible comparar muertos? ¿Compararlos sin traicionarlos, sin volver a matarlos quitándoles su nombre, dejándoles consigo apenas la categoría de muertos? Y como resistencia contra tal violencia post mortem, en este régimen de imaginalización como le llama Pablo, pareciera que lo único que nos queda son las imágenes. Los únicos nombres de los muertos que hoy se recuerdan son los que portan imagen, los que tienen foto. A Darío y Maxi nadie los olvida. Pero los nombres del 19 y 20, ¿quién los recuerda? Mariano Ferreyra, su nombre, su imagen, están bien presentes. ¿Y los del Indoamericano, que además de no tener foto llevan apellido extranjero? Estoy seguro que, dentro de poco, si no lo hicimos ya, nos olvidaremos también de quién fue Cristian Ferreyra. O lo confundiremos con Mariano y acabaremos pensando que no son dos sino uno. Y no santiagueño sino de Avellaneda. Por ello sería prudente que, si queremos que luego de muertos no se olviden de nuestros nombres, revolvamos el cajón de las fotos y dejemos a mano una en que hayamos salido bien parecidos –en lo posible no cuatro por cuatro, pues ellas nos remiten a muertes otras. O inventemos modos alternativos de activar la memoria. Sin necesidad de recurrir a cualidades fotogénicas –que, por lo demás, seamos sinceros, no todos las tenemos-, pensemos qué hacer para que después de que sepultureros entierren el cuerpo de un amigo, no caigan detrás otros adalides de cementerio a querer enterrar también el nombre de nuestros muertos.


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