miércoles, 15 de enero de 2014

Pasión democrática



Por ArielPennisi

 
“Entregar a alguien, sin reservas, la cosa pública y conservar la libertad, es totalmente imposible, y es una locura querer evitar un mal ligero con un mal muy grande”
Baruch de Spinoza

Meter las manos, ésta es la verdadera democracia...”
Toni Negri
1.

            Tenemos la impresión de que las pasiones se reparten en la República de un modo sospechosamente claro. Definición de un semblante (firmeza, sentimientos a flor de piel, frialdad, serenidad) para el ejecutivo, fogosidad discursiva y cintura entre diplomática y futbolística para el parlamento e imparcialidad, casi desapasionamiento para la justicia. Curiosamente, el periodismo, denominado en otro momento cuarto poder, busca su mímesis efímera con la justicia y crea la imparcialidad como eslogan, entre imágenes de la desolación y cuentos de hadas para crédulos.
            Un hombre de la República, Gherardo Colombo, sostiene que la democracia directa es imposible a gran escala, que su único momento verdadero en la historia estuvo ligado a comunidades muy pequeñas, hoy sólo imaginables como consorcios de edificios. Sin embargo, en nuestra época, nuestro mundo vuelto globo, nuestro globo vuelto un pañuelo por las nuevas tecnologías, presenta unas condiciones que desmienten la excusa de la escala, aceptable en tiempos de Weber –quien pensaba algo parecido sobre la burocracia como mal necesario–, pero cuestionable a estas alturas. Además, un consorcio de edificio reproduce distancias inimaginables entre las personas, que generalmente se conocen por mediación de sus peores miserias. Colombo sostiene, entonces, que “es realmente impensable que centenares de miles o millones de personas puedan, todas juntas, administrar la sociedad o desempeñar la función judicial. Es necesario en estos casos, encomendar a alguien que actúe en nombre de todos.”[1] Bien, es justamente a partir de eso impensable para el demócrata de Estado, para quien desde su honestidad intelectual y su experiencia como funcionario público escribió esta suerte de manual de la buena república, que nos interesa problematizar la vida en común, más allá de la escala administrativa, de la moral individual y de la utopía liberal, pero también, más allá del –mejor valorado por nosotros– remedo estatista latinoamericano.
            Colombo formó parte, como magistrado del Tribunal de Justicia, del proceso de purga institucional que tuvo lugar en Italia en 1992, conocido con el nombre de Mani pulite (Manos limpias). Ese hecho, sin dudas ponderable en los términos tradicionales de un sistema representativo, es la imagen de una de las fantasías típicas del ciudadano de a pie cada vez que se habla de corrupción. “Qué alguien haga algo”, es el dicho que circula entre la credulidad y el desgano. Pero aparte de tratarse de un enunciado de cierto sentido común democrático, es un tipo de enunciación que explicita la distancia insalvable entre gobernantes y gobernados. Habla ciegamente desde esa lejanía, extraña mezcla de comodidad y resignación (suponiendo que la resignación es algo incómoda). El Mani pulite realizó el anhelo del ciudadano bienpensante, le tiró la oreja al fatalista, reanimó el espíritu republicano. Pero solo dos años después Silvio Berlusconi ingresó por la puerta grande a la política italiana como Presidente del Consejo de Ministros y preparó el terreno para gobernar durante un período importante. Es decir, Italia retomó la senda de la corrupción y la arbitrariedad política atada a intereses de grandes grupos económicos. Ahora bien, más allá de contener los gobiernos del empresario elementos culturales fascistas y mafiosos, o sea, más o menos tradicionales, su especificidad consistió en encarnar localmente algo que filósofo Franco Berardi llama “semiocapitalismo” (“porque la mercancía general es una mercancía semiótica y porque el proceso de producción implica directamente la comunicación y la producción de signos”). De modo que si “la simulación deviene elemento decisivo en la determinación del valor”, la opresión de la disidencia pasa a ser un problema viejo, ya que el gobierno de Berlusconi, en tanto régimen de simulación (no de ocultamiento, sino de creación, reproducción y alteración de signos y códigos) se basó “en la proliferación de la cháchara, en la irrelevancia de la opinión y del discurso y en la banalización y en la ridiculización del pensamiento, la disidencia y la crítica.”[2]
            La indignación del “honestismo” frente al berlusconismo y los mecanismos republicanos que supuestamente habían revalidado su legitimidad tras la mega purga de la corrupción estatal, mostraron toda su ineficacia durante el intenso período neoliberal. La idealización de los sistemas normativos convive con el descompromiso respecto de la vida colectiva en general y de la esfera pública en particular. Está claro que la democracia como sistema de división de poderes en sí mismo, tuerta ante las configuraciones económicas, los regímenes de signos y las formas de vida, se vuelve automáticamente una declamación moral cómplice con las formas de dominación y desubjetivación vigentes.  La definición de la solidaridad como “actitud espontánea o acreditada” (Colombo) abandona la política al campo de las intenciones individuales, eso que la lengua corriente llama “expresión de deseo”, justamente lo contrario del deseo como expresión. Para el republicano liberal los deseos populares deben sujetarse a la tutela moral de la buena forma democrática que oficiaría como límite del pueblo mismo. ¿Pero no es, desde este punto de vista, el pueblo figurado como una suerte de horda descontrolada e irremediablemente dañina? En nuestro país cierto imaginario antiperonista bien daría cuenta de esa percepción. Por su parte, Castoriadis se refiere a la democracia como “régimen de autolimitación”, es decir, que no es el pueblo pasible del límite moralmente necesario, sino autolimitada la forma de gobierno democrática ante la posibilidad de la concentración del poder en pocas manos. Digamos que el pueblo o la multitud (confundiendo deliberadamente dos términos tensos entre sí) despliegan su inteligencia común entre el autogobierno y el gobierno autolimitado. Tal vez sea ese el desplazamiento que buscamos para interrogarnos sobre la relación entre decisión y pasiones, es decir, sobre la pasión democrática.  
   
2.
Jean-Luc Nancy[3] dice que el ’68 fue el primer surgimiento de la exigencia de “reinvención” de la democracia en Europa, fuera de las comparaciones –siempre rentables a los gobiernos– con los totalitarismos. Es decir, fue paradójicamente el momento más crítico a la construcción democrática y, simultáneamente, la situación propicia para el despliegue de un pensamiento político capaz de redefinir y forzar a la democracia en un sentido liberador.
Tratamos con la ambivalencia de nuestras propias fuerzas, con la oscilación entre nuestra propia servidumbre voluntaria y nuestros deseos más o menos informes de emancipación. Un supuesto sujeto (soberano) que nos daría garantías, es una configuración hoy tan efímera como un proceso de subjetivación concreto que se agota con el dispositivo que lo disparó. ¿Existe la posibilidad entonces de confluir los distintos procesos de subjetivación y estilos de vida, sin perder su condición heterogénea, en acuerdos de convivencia capaces de potenciarlos? Con una condición: no es posible pensar en términos de acuerdo, sin hacer pasar la dimensión productiva y dinámica de los encuentros. Lo Común impone una lógica paradojal: somos en común y estamos llamados a ser en común, como si no lo fuéramos. De lo Común a lo común, de la mayúscula ontológica (axioma) a la minúscula singular, ya que hay tantas formas de hacer lo común como modos de subjetivación y cooperación.
La posibilidad cierta de ser con otros depende de la producción de formas e instancias capaces de reinventar lazos sin negar la incerteza inevitable y constitutiva de las relaciones humanas. Las formas que asumen los modos de reinvención son del orden del desafío, dependen de situaciones antes que de fórmulas: ¿cómo beneficiarse de la institución de prácticas que potencian lo común, sin transformar en coágulo la vitalidad inicial? La pregunta hubiera sonado ingenua a un Foucault que descartaba de antemano cualquier postulación de un sistema o esquema emancipatorio. En el otro extremo, son las reacciones como conjuras reactivas o exorcismos fanáticos las que en el mismo acto de demonización de la incerteza edifican la posibilidad de pseudo-certezas opresivas, cuando no cínicas o incluso nihilistas. En el nivel de los deseos y las pasiones, la democracia se resuelve desde la tensión entre unas alegrías posibles que incorporan la incerteza en su movimiento y unas certezas tristes que vacían toda posibilidad de apuesta.
La cuestión democrática es la de un riesgo fundamental. Pero no riesgo del “caos” social conjurado por Hobbes, gran antecedente moderno del llamado al orden, sino riesgo de una democracia que se auto autoriza. Es el riesgo de una apuesta vital, la incertidumbre de cualquier encuentro, esa dimensión que permanece inquietante aun al interior de todo acto de cooperación. ¿No gobiernan los gobernantes a través del gobierno de una suerte de principio de realidad política, es decir, de la potestad de decidir dónde está y cómo se regula el “poder real” y el oficio de calcular el “mal menor”? Karl Kraus fue lapidario al respecto: “La democracia significa poder ser esclavo de cualquiera”.[4]
El funcionario medio de las democracias contemporáneas aparece como un técnico de males menores. Extraña combinación entre la imaginería burocrática y una lógica de la compensación cuando no de la caridad. La democracia se presenta como una superposición de gestiones. Los “técnicos”, tanto funcionarios como actores paralelos, gestionan “lo que hay”, es decir, una realidad producida como imagen por sus propias necesidades de gobierno (la predeterminación de alcances y límites del accionar político). En Argentina, las carteras gubernamentales se reparten entre técnicos y “zanateros” que, en realidad, son técnicos del espectáculo mediático, mezcla de pedagogos y presentadores televisivos. Los funcionarios se posan frente a la cámara como debajo de un arco de fútbol para atajar demandas insospechadas. Es que para cierta imagen contemporánea, la Sociedad es una suerte de cuerpo ilimitadamente demandante, mientras la política cumple el ingrato rol de proporcionar soluciones. Y como semejante tarea es tácitamente considerada insalubre (como cuando se habla de trabajo de riesgo para el caso de los gremios petroleros, mineros o incluso de transportes como el subterráneo), los políticos profesionales tendrían derecho a su recompensa, es decir, abultados ingresos y vía libre para participar de negocios utilizando su posición de privilegio. Así, la Sociedad, esa señora quejosa, un poco fascista, se siente en todo su derecho de impugnar moralmente por igual a pequeños ladronzuelos y a funcionarios públicos. Pero permanece incuestionado el problema central: la Sociedad quiere seguir gozando de sí misma de manera ilimitada, sin afrontar los desajustes y desabarrancos propiciados por el capital vuelto financiarización de la vida, ni asumir el lugar de la pregunta por la potencia de lo común. No se dispone mínimamente a un tipo de imaginación que le habilite una posición menos reactiva. Quiere que los técnicos se ocupen de las respuestas a preguntas que nunca se hizo como Sociedad. Si la tensión multitud-pueblo podría sostener ensayos de salidas transformadoras, el fatídico humor de la clase media es la encarnación de la imposibilidad de autogobernarse.

3.

El hacer y organizarse en común o las figuras posibles del autogobierno tampoco son garantía de un “buen vivir”, pero al menos tuercen el camino de la delegación, es decir, de la exposición a la voluntad de dominio, por aquel otro del deseo, es decir, de la exposición a los propios tropezones o, más existencialmente hablando, a la propia falla. Es tal vez ese el lugar de lo irrenunciable, el de la falla constitutiva de un bicho incómodamente humano. La democracia no es la pregunta por el mejor líder o la respuesta de la vanguardia del momento, sino la intentona de potenciar, desde la frágil condición del dêmos, las capacidades del Común. Delegar es la ilusión de vivir sin la falla, suponiendo acreditar en un sistema de repartición cuantitativo, una representación omnicomprensiva. Los discursos de campaña (y hoy día los políticos viven en campaña) son ilustrativos al respecto: altisonantes, grandilocuentes, lo más lejos posible del registro interrogativo. El desafío del cualquiera –y por ello de la democracia– pasa por asumir la paradoja de lo común y lo inconmensurable y jugarse en el acto y el gesto el propio recorrido ético-político. Podemos imaginar una  democracia radicalizada como el máximo de expresión que compone lo común y lo singular, es decir el régimen que vuelve pensable la relación entre lo inconmensurable de los sujetos y lo mensurable de la organización. Y, sin embargo, no puede tratarse de una forma a priori, ya que ningún dispositivo razonado de antemano garantiza la vida democrática.
La complejidad de las rupturas con regímenes de poder no pasa por la instauración de nuevos edificios jerárquicos, sino por el hecho de que, por definición, no sabemos qué hacer. Es decir, algo sabemos y algo no sabemos. Pero fundamentalmente, no contamos con una medida cierta entre ese saber y ese no saber. El lugar de esa falta de medida es, en algún sentido, el lugar del excedente o, para decirlo nietzscheanamente, de la voluntad de poder cuyas dos tendencias fundamentales son la voluntad de dominio y la capacidad de invención de formas de vida. Es, entonces,  el lugar de la creación y el simulacro. O bien se orquestan nuevos modos de domino: ficciones totalizantes, gobierno por parte de principios exteriores; o bien se inventan modos de vida: ficciones útiles, gobierno inmanente desde la potencia siempre aun no del todo conocida.
Los registros amorosos, amistosos, urbanísticos, laborales… lo cotidiano mismo como imagen amorfa de los trayectos vitales, se dan existencia en el espacio de sentido operado políticamente como un modo de “vivir juntos”. El tener lugar de la vida colectiva en su diversidad de matices y registros es lo político a distancia del poder. En ese sentido, politizar una vida no significa acercarla a la lógica de partidos o a los modos de la representación, sino sostener y reinventar desde las propias prácticas y la apertura a las mezclas venideras, el tener lugar colectivo de las vidas (partidos incluidos).
Más allá de la utilidad de figuras contenedoras, disponibles al común como herramientas unas veces y contrapoder otras, la identidad como principio de homologación entre pueblo y gobierno es un riego inherente a todo proceso político, al menos desde que la modernidad manda. En realidad, Pueblo, Rey, República e incluso Democracia –siempre que se opere su “autofiguración” como causa exterior–, expresan en la mayúscula su torpe cristalización, origen de todo tipo de sutilezas cínicas. La renuncia a la identificación no quita los procesos de subjetivación mediante los cuales se deviene algo o alguien en el marco de unas situaciones colectivas institucionales que mantienen su coeficiente de apertura y su posibilidad permanente de mezcla. El peligro pasa por la desactivación de las libertades y la cristalización del comando. La astucia democrática gozaría de salud, en tanto y en cuanto habilite anticuerpos a su propia tendencia totalizante. Pensar el anticuerpo es una tarea política.
Por eso, democratizar no tiene nada que ver con “partidizar” instancias institucionales, ya que lo partidario no quita lo corporativo. De hecho, en nuestro país, a la justicia vuelta corporativa, a los colegios de abogados, fuerzas policiales, medios periodísticos y grupos productivos y económicos (desde la UIA hasta AEA), habría que agregar la corporación de los representantes, compuesta de un funcionariado reciclable que se ofrece, según soplan los tiempos, como negociador entre el capital –hoy financieramente determinado– y las fuerzas productivas, inventivas y energías sociales.

4.

La polis no es un lugar donde se realice la política, sino desde donde la política habilita el despliegue de las potencias singulares. Habilitar y habitar son las variables fundamentales del lugar como punto de partida y de la partida como lugar del sentido. Sin embargo, desde no es un origen, sino un punto de encuentro para la preocupación que abre una posibilidad vital o que elabora una problemática en curso. En ese sentido, la democracia aparece como espacio de escucha, caja de resonancia y voluntad de composición (antes que de armonización). La exigencia primera, si la hubiera, pasaría por ejercitarse en la escucha. Es decir que la polis no es una escala, sino un modo de disponerse los cuerpos. 
En términos modernos, la remisión a las pasiones se intensifica. Podríamos decir que no se trata de la democracia como sistema de regulación de hombres lobos de los hombres, sino de la democracia como configuración colectiva –nuevamente, régimen de autolimitación”– que, en el mejor de los casos, no echa a perder la capacidad de los cuerpos de hacerse una vida con los otros. Es decir, un sistema de gobierno, una forma  de organización que no arruine la potencia. Aunque si el punto de partida es la obediencia por sobrevuelo del miedo, si la única fórmula es la defensiva o la única relación es la competitiva, queda desplazado el problema de la potencia. Por eso una democracia absoluta no se funda en absolutos, sino en el conjunto de capacidades comunes y en los procesos de formación que alcanzan en virtud de su potencia.

5.
En uno de sus trabajos de intervención, Jacques Rancière propone una tesis inquietante, según la cual al interior mismo de las formas de gobierno democrático, una vez saldada la necesaria refutación de los totalitarismos, el principal enemigo, desde el punto de vista de los comandos, son las formas de vida que reinventan la democracia y la ensanchan desde la heterogeneidad de unas prácticas. Así, “El buen gobierno democrático es aquel que es capaz de controlar un mal cuyo simple nombre es ‘vida democrática’.” [5] Por su parte, Jean-Claude Milner llama “violencia lógica” al hecho democrático de que la mayoría valga por el todo (“¿no hay aquí una variante del derecho del más fuerte?”). Una vez juzgadas y descartadas las dictaduras, el voto absorbido como una buena forma social corre el riesgo de permanecer separado de la acción política.
Nos encontramos en una encerrona local cada vez que la discusión democrática se reduce a una rencilla entre la voracidad de un Estado gestionario que desconoce el dêmos y la impugnación opositora desde una suerte de moral de las formas (como ocurre con el reclamo de “mayor institucionalidad”). En ambos casos es el protagonismo de los actores irreductibles a la representación lo que permanece tachado. El dêmos ocuparía entonces el lugar de la indeterminación democrática, el punto que se resiste a la plena identificación y que al abrir un problema, mediante un conflicto social o una pregunta incontestable por el poder, vuelve democrático el escenario, reorienta el paisaje perceptivo. Es decir, cambia el ángulo de la mirada no sólo por volverse supuestamente visible para los otros según el régimen de visibilidad dominante, sino porque inventa incluso un modo de visibilidad, alterando, en ese sentido, el panorama sensible.
La igualdad no es identitaria, no es igual a sí misma. La igualdad es presupuesto (en ese sentido es axiomática) y apuesta (en ese sentido supone grados de indeterminación). Es una afirmación que llama a su verificación según la singularidad del caso. Es, al mismo tiempo, un instante de resistencia a los poderes y un llamado a la decisión sobre la propia vida. “La distancia de la igualdad con respecto a sí misma” es lo que la vuelve política, el punto en que no puede quedar identificada a una parte ni a un todo (de lo contrario deberíamos dar crédito al sarcasmo popular que dice que “algunos son más iguales que otros”). No existen los iguales, porque la igualdad no es predicable, sino sólo verificable en la medida en que pueda singularizarse, es decir, practicarse de manera irrestricta. La “ficción útil”, en términos políticos, es el conglomerado expresivo que hace de soporte de las libertades, en la medida en que hace como si éstas fueran reductibles a las formas en que se sustentan, para conservar, justamente, su irreductibilidad, su carácter no negociable.

6.

¿De qué manera las experiencias colectivas singulares logran instituir sus prácticas como nuevas instituciones democráticas? ¿Qué hace o qué producen como sentido las fábricas recuperadas, los bachilleratos populares, la autogestión en la construcción de viviendas, los emprendimientos de la denominada economía social, las instancias de regionalización y socialización de la cultura o las organizaciones de trabajadores que, desde una nueva sociabilidad, exceden la demanda salarial? Aun estas formas, una vez nombradas como indicadores de un concepto general, empaquetadas para su uso como ejemplos, se vuelven algo inmóviles. Las sensibilidades existentes que unas veces dispersas y otras contenidas en encuentros fecundos cooperan en la construcción de decisiones sobre la propia vida o en la reflexión sobre problemas comunes no responden a una forma previa, pero actúan según marcos y condiciones de posibilidad materiales. No es necesario buscar en un “más allá” revolucionario, ni conveniente conformarse con las concesiones de la macroeconomía. “El proceso democrático consiste en esa puesta en juego perpetua, en esa invención de formas de subjetivación y de casos de verificación que contrarían la perpetua privatización de la vida pública.”[6]
¿Pero cómo queda hoy la relación entre vida pública y Estado? En términos de Ignacio Lewkowicz, las condiciones fluidas no organizan per se una forma de dominación, sino que más bien tienden a destituir las situaciones que se autoafirman y pretenden conservar para sí lo que ponen en juego como energía productiva. En ese sentido, ni las retóricas rupturistas, ni las vocaciones reformistas encuentran carnadura. El mercado no es un actor a la par y antagónico del Estado, sino el capital un modo de fluir imprevisible, un medio de vida sin mayor fundamento que su conexión o desconexión con lo que lo alimenta o lo obstaculiza, o simplemente no le interesa. El Estado, grite, chille o se ausente, sólo tiene margen para la gestión de lo que no decide y de lo que tampoco puede prever. Más allá de reconocer las diferencias entre un Estado de corte neoliberal y otro de corte social, mejor apoyado en fuerzas populares, la vida de los pueblos cada vez más tiende a ser devuelta a una suerte de precariedad como único zócalo de experiencia, un a priori que es mínimo existencial, antes que dato conformado y confirmado. De ese modo, la organización a baja escala y las afinidades electivas, en forma de redes, proyectos comunes, situaciones de reflexión compartidas, son gestos de consistencia, movimiento de autoafirmación. En este contexto, la democracia aparece como un campo de superposiciones, de prácticas que conviven incómodamente, tanto por sus diferencias lógicas, como por sus epistemologías implícitas y sus modos de sentir. La democracia no se puede dar ya en un sentido de cohesión, sino más bien como imagen paradójica de convivencia.
Si el mercado sale victorioso en nuestra época ello no se debe a su capacidad para desplazar al Estado. Más allá del cacareo político, el mercado se impone por la velocidad del capital, es decir, llega siempre antes que el Estado. Al punto que los hechos típicamente cívicos son vividos a ritmo financiero, con humor mediático y mentalidad de consumidor (que no equivale a ciudadano que consume). En nuestro país, en buena medida, el andamiaje de la asistencia social alimenta mercados paralelos que implican consumo y endeudamiento en el límite mismo de las necesidades básicas. De ahí que la desaceleración o la generación de condiciones de consistencia capaces de resistir la acción disolutiva del capital, son modos de subjetivación que se dan una discusión en torno a las reglas del capital transversalmente a la división clasista.
El Estado, la ley, dejan de ser –con su rol igualador a cuestas– el límite a la condición fluida de reproducción de la vida. Tampoco puede decirse que el Estado cumpla eficazmente el rol de mediador entre trabajo y capital, ya que, más allá de la colectivización de un mínimo de las rentas extraordinarias y el control sobre la fuga de divisas y otras formas de desestabilización, el Estado mismo, unas veces llega tarde y otras funciona como un empleador en condiciones laborales flexibles o como una empresa más, como un dueño. Tal vez ni siquiera podamos seguir pensando en términos de ponerle límites al capital (análogamente a como pensábamos los límites al Estado). Quién dice resulte más productivo discutir los modos de valorización y los puntos estratégicos de los que el capital se nutre.

7.
¿Es el acto electoral la realidad última de la democracia? ¿Son los sondeos de opinión y las encuestas preelectorales la medida de un pensamiento colectivo? ¿Cuál es el supuesto sujeto de esos dispositivos? ¿No se trata acaso de autoridades vagas de nuestro tiempo, modos de legitimación inevitablemente exteriores a los deseos e interrogantes comunes? La democracia reducida a la encuestología es, entre otras cosas, el peligro de transformar en mandato la negligencia del encuestado (no como persona, sino como posición subjetiva). La respuesta dada desde una mezcla de apuro y desinterés, cuando no de reacción, se transforma, una vez procesada por los dueños de las preguntas, en un tipo de verdad hecha de la identificación inmediata entre opinión y soberanía popular. Al final, el encuestado acepta como autoridad eso que salió de sí mismo como desinterés. Así, la negligencia del uno a uno vuelve como ciencia del todo –un “todo” hecho de individuos en tanto que individuos separados– que no es otra cosa que el dominio de la opinión pública.
Los sondeos aciertan siempre en un punto que es previo a la respuesta por “sí” o por “no”, por “éste” o “aquel”. Los sondeos son el término predominante en la construcción misma del problema o supuesto problema que se resuelve en forma de simples preguntas combinadas de determinada manera. De ese modo se aseguran, como mínimo, respuestas afirmativas o negativas, preferencias sobre tal o cual tema o candidato. Se aseguran un determinado reparto de la escena. Del mismo modo, las agendas que toman la semana televisiva como unidad de medida de lo que la mayoría discute, condicionan las cercanías y rechazos. En nuestro país, un gobierno que disputa la marcación de la agenda con un grupo mediático y lo hace desde otro conglomerado que hace las veces de grupo mediático de signo contrario (la revista Barcelona titula una de sus tapas: “A dos Corpos”), confirma el procedimiento y, por lo tanto, el contenido inherente a la forma.
El sondeo se presenta como el vínculo de la sociedad consigo misma, un vínculo especular e identitario. Se trata de una sociedad sin restos. En todo caso, se hablará de crisis o incluso de catástrofes, de batallas de intereses o direcciones políticas antagónicas; pero siempre en torno a la sociedad total como parámetro. Por eso los discursos de funcionarios y candidatos –y fundamentalmente de mandatarios– son de una prepotencia constitutiva, y ante la más mínima insinuación crítica o situación adversa la reacción va de la ironía lacerante y descalificadora a la teoría conspirativa de bolsillo.
El eslogan de Frente para la Victoria en la campaña electoral de 2007 rezaba “Sabemos lo que falta, sabemos cómo hacerlo. Cristina, Cobos y vos”. El lugar de “lo que falta” está asignado dentro de un pleno de saber, por lo tanto ni siquiera se puede decir que se trate de una falta. Todo es cuestión de tiempo –léase permanencia en el poder de la parte gobernante– en la línea evolutiva de la narración surgida desde el marketing político. Y si no hay falta o la falta es una suerte de zanahoria invertida, mucho menos habría lugar para dudas o fisuras de un saber que se presenta como capacidad omnisciente. No hay lugar en el discurso posdemocrático (según la expresión de Rancière) para la potencia de un problema: “Y todo problema puede reducirse a la mera falta –al mero retardo– de los medios de su solución.”[7].

8.
El voto mantiene algunos de los rasgos de la encuesta, pero supone una densidad mayor, ya que entra en juego el balance de la situación económica y laboral de cada quien, entre otras variables. Para el caso latinoamericano, nos preguntamos en qué medida ciertas orientaciones, políticas de gobierno y enunciados que valoramos y consideramos importantes emergentes de un proceso social vasto y heterogéneo, se sostienen desde la materialidad de los procesos mismos, o hasta qué punto nos conformamos con una suerte de statu quo “progresista”, mezcla de mala conciencia y posibilismo político. Este interrogante no tiene sentido como juicio hacia las personas ni como evaluación desde el deber ser de un “verdadero” cambio. Sólo llama la atención sobre la comodidad que supone la adhesión a un cambio de signo político en la región, descuidando nuevas problemáticas y desafíos tanto o más complejos como los de décadas anteriores. Un desafío importante pasa por la democratización de las decisiones en torno a la vida en común. ¿Cómo acortar esa distancia entre experiencia singular-colectiva y decisión política tan mediada por graves conflictos de intereses? ¿Cómo seguir investigando en la dirección de un protagonismo social más allá del gusto o no por un gobierno o una supuesta orientación general o más allá, incluso, del temor a cambios regresivos? 
Desde cierto sentido común que podríamos llamar hobbesiano –no por tratarse de una lectura atenta del pensamiento de Hobbes, sino por operar según sus sedimentos mezclados en nuestros reflejos pseudopolíticos cotidianos– se percibe que la posibilidad del caos o, menos dramáticamente, la desorganización, justifica formas de gobierno capaces de mantener cierto orden y cohesión (derecha) o de entusiasmar en un sentido identitario, aunque no del todo, y triunfalista, aunque no siempre (nacionalismo popular). El temor de los hombres a su lobo interior, que podría aparecer, exteriorizarse, ante la ausencia de autoridad para unos o de referente carismático para otros, coincide con el vértigo del vacío institucional. Así, delegación del poder de decidir se vuelve la mejor opción en una negociación de los pueblos con sus propios fantasmas. Claro que hay sectores para los cuales el orden y la cohesión forzada representan el mantenimiento de su tranquilidad, es decir, su posición socioeconómica y progreso individual, mientras que para otros el Estado –que no es ya punta de lanza de la subjetividad dominante– o  un gobierno con capacidad de referente, significa el mantenimiento de un piso menos movedizo y, en ese sentido, una percepción más prometedora en relación al propio proyecto vital.    

Por otra parte, si sostenemos que el hombre no es un ser social, ni un animal pre-político que, por su condición social se volvería político, nos queda imaginarnos un bicho capaz de las mil y una máscaras, ontológicamente artificioso, antes que antropológicamente contractual. En esa línea, la por ahora vaga idea de democracia participativa o directa no resulta tan de otro planeta. O, en todo caso, podría permitirnos pensar en otros mundos dentro de este mundo. Antes que tratarse de un cambio de pesaje en una balanza que se mantiene en su eje, se trata de un cambio de coordenadas, otro zócalo de experiencia superpuesto a lo que conocemos, mezclado entre lo que hay.
           
9.
Entre pulsiones antidemocráticas (que hoy algunos llaman desatinadamente golpistas) y pulsiones triunfalistas (que otros nombran despectivamente populistas), se construyen los extremos de la fantasía nacional. Para unos alguien tiene que poner orden y para otros alguien tiene que garantizar el bienestar. ¿Qué “nosotros” es imaginado en un caso y en otro? Borges, en un lúcido y socarrón ensayo de 1946[8] pretende mostrar que nuestro supuesto patriotismo, que no es otra cosa que un capricho, está hecho de individuos, no de ciudadanos: “El argentino, a diferencia de los americanos del Norte y de casi todos los europeos, no se identifica con el Estado. Ello puede atribuirse a la circunstancia de que, en este país, los gobiernos suelen ser pésimos o al hecho general de que el Estado es una inconcebible abstracción; lo cierto es que el argentino es un individuo, no un ciudadano”. Y en la nota al pie prosigue: “El Estado es impersonal: el argentino solo concibe una relación personal. Por eso, para él, robar dineros públicos no es un crimen. Compruebo un hecho; no lo justifico o excuso.” Más allá de las posiciones coyunturales y del antiperonismo de Borges, incluso teniendo en cuenta que el texto fue escrito recién al comienzo del gobierno de Perón, al que podría considerarse por varias razones un buen gobierno, el problema en cuestión excede la circunstancia y el buen gobierno de los otros. La mirada de Borges apunta a un drama irreductible: una vez desterradas las posibilidades terribles del nazismo y el comunismo autoritario, el horizonte argentino quedó signado por relaciones personales más bien desconfiadas de la ley (reclamada desde una clásica doble moral), individuos para los cuales el mundo es en última instancia un caos; incluso “su héroe popular es el hombre solo que pelea con la partida, ya en acto (Fierro, Moreira, Hormiga Negra), ya en potencia o en el pasado (Segundo Sombra).” Si bien, desde un punto de vista, el mayor desatino político de Borges pasó por su indiferencia y ninguneo respecto de los Estados con rasgos populares, recurrentes en América Latina, no deja de ofrecernos el material de una pregunta: ¿cómo esos inquietos cuerpos de apariencia desordenada que nos aferran a la vida como argentinos, cómo ese cúmulo de incertidumbres que unas veces mágicamente parecemos resolver a través de la figura de un líder y otras tristemente supimos negar con el terrorismo de Estado, cómo esos mapas sensibles tan diversos y a veces contrastantes que le conceden a la geografía la potestad de ordenarlos en un triángulo imperfecto, en definitiva, cómo los “muchos” argentinos podemos vivir juntos?
            Borges acertó en dos puntos interesantes. Por un lado, señaló el semblante personalista del argentino, es decir, esa mezcla de individualismo y sentimentalismo que riñe con la incorporación sin más de la Ley. Más allá del “sálvese quien pueda” como extremo del individualismo capitalista y más allá del personalismo del líder, hoy día ese rasgo insinuado por Borges se mezcla con el lenguaje del marketing como cristalización de un tipo de subjetividad que nos presenta a los individuos no solo como emprendedores, sino como empresas. De hecho, los candidatos actuales buscan interpelar a sus electores desde su imagen personal, establecer una suerte de sofisticada relación transparente uno a uno, en muchos casos sin siquiera mencionar el partido político de origen. Quién dice, ese guiño de Borges nos sirva para pensar localmente una característica global como la transformación de la persona en un emprendimiento permanente, en una imagen, mucho antes que un currículum y su típica enumeración de experiencias previas y saberes. ¿Tendrá algo que ver ese “pobre individualismo” con la eficacia que parece alcanzar la imagen-persona en el marketing político nacional? Además, ¿hubo alguna vez mayor distancia entre gobernantes y gobernados que la supuesta cercanía vendida como trasparente uno a uno, impúdico tuteo al elector como si se tratara del target de una marca de shampoo?[9]
            En segundo lugar, la preocupación de Borges por “un partido que nos prometiera (digamos) un severo mínimo de gobierno”, no por intentar alejarse del nacionalismo tendría que conducir a las opciones militaristas cipayas que, en todo caso, pretendieron ostentar un máximo de gobierno. Ese “mínimo” reclamado en el ensayo de Borges nos conecta con las preguntas de Spinoza, pero desde nuestra localidad. ¿Cómo compatibilizar la idea de un mínimum de reglas comunes para la vida colectiva con el semblante semianárquico que caracteriza al argentino que está solo y espera. ¿Será nuestro destino la república? ¿Nos convendrá seguir siendo un país o mutaremos hacia formas de relación y asociación más potentes… o más decadentes? ¿De qué nosotros hablamos? Menudo problema. Hay un nosotros ontológico, el de los afectos humanos y su positividad, hay un nosotros gobernable, en tanto no aparece como potencia propia, sino como docilidad; hay un nosotros que se configura en acuerdo a irrupciones, dislocaciones, sacudones del curso normal de las cosas, un nosotros, el que nos interesa, que emerge como apuesta. El interés de Borges no es el de cambiar esa suerte de anarquismo in situ de la personalidad argentina como si se tratara de un vicio, sino el de conocerlo, problematizarlo y fabularlo. Del mismo modo, Spinoza nos dice que vale mucho más conocer las afecciones que impugnarlas moralmente, ya sea mediante la burla o el desprecio amargo; nos propone la disposición investigativa como gesto irrenunciable en la constitución del sistema político que fuera. Conocerse es una tarea ético-política. Ahora bien, la mayoría de los sistemas políticos se fundan menos en el conocimiento de las propias afecciones y condiciones materiales que en el miedo como única pasión y prerrogativa realista de la política. En ese punto, aun el tono más hobbesiano de Spinoza está lejos del sentido común que podría llamarse hobbesiano.     

10.
            ¿Cómo pensar la vida en común más allá de la pura cuestión del gobierno de los otros, pero sin soñar con la “edad de oro de los poetas”, como advierte Spinoza al comienzo de su Tratado político[10], donde de entrada separa la “libertad del alma” como dimensión ética de los encuentros, antes que como requisito para un gobernante, del rol del Estado, más bien abocado a la aseguración del bienestar general, justamente, más allá de las virtudes individuales o “verdaderas” intenciones de los gobernantes. El punto de partida es lo que la multitud puede –lo que sabe y lo que no sabe sobre lo que puede–, según las formas históricas con las que cuenta. Se aleja Spinoza de todo requisito moral o de un deber ser cuyo único horizonte esté dado por la concordancia racional entre los individuos, es decir, una política idealista desligada de las condiciones materiales de un animal impreciso y productivo en su devenir histórico.
            Cuando pensamos en la distancia entre unos gobernantes y unos gobernados, desplazamos el razonamiento que explica al principio de gobierno por mal menor, reconociendo en la constitución misma del gobierno de los otros un peligro mayor que el del supuesto homo homini lupus. Gobierno significa para la multitud colocarse bajo una circunstancia en la que desconocerá la mayoría de las causas de la organización y la orientación colectiva. La razón, nosotros diremos el pensamiento, no es ni el razonable principio de realidad, ni una entidad abstracta en potestad del juicio, sino una posibilidad concreta del hombre según resulte capaz de generar las condiciones de  emergencia de la autoafección como camino de autoconocimiento. En ese sentido, el problema de la libertad es pre-republicano, es del orden de la convivencia de lo irrepresentable, antes que de carácter representativo gubernamental. Dice Spinoza en su inconcluso Tratado Político: “Llamo por eso libre al hombre que vive guiado por la razón, porque dentro de esta tesitura está determinado a obrar por causas que solo puede conocer adecuadamente por su propia naturaleza, aunque esas causas lo fuercen necesariamente a actuar. La libertad, en efecto, no suprime sino que impone la necesidad de la acción.”
            Si Hobbes, en su justificación de la necesidad del Estado parte del “derecho de guerra” como estado natural, según el cual el temor y la precaución generalizados disponen a una tácita guerra de todos contra todos, Spinoza no parte de la presunción contraria, no imagina una buena naturaleza por contraposición a la codicia que Hobbes identifica como natural en el hombre. En Spinoza la naturaleza del hombre está a la vez determinada y por verse. Es cierto que mantiene reparos parecidos a los de Hobbes en cuanto a la capacidad de daño de las pasiones cruzadas, pero algo permanece estructuralmente desconocido y si se piensa en términos de asociación con los otros, de sociedad civil, ese desconocimiento tiene que formar parte de la producción misma de sociabilidad. El pensamiento político de Spinoza no es temeroso, sino audaz y entusiasta.
Con Hobbes conocemos cuánto daño podemos hacer y padecer, de modo que la guerra de todos contra todos es premisa y la paz es un resto, salvo que los ciudadanos se impongan a su propio arbitrio un señor[11], es decir, que se entrenen en el pasaje de su estado natural al estado civil. Si lo “natural” riñe en última instancia con la ley, el pasaje al estado civil supone un corte radical respecto de un posible derecho natural. Es el ingreso del Estado como piso de la convivencia, tanto por su carácter defensivo (interior y exterior), como por fijar un punto que nadie puede desconocer sin costos sociales y a veces jurídicos: una vez que llegamos a comprender cuán dañino puede ser el hombre para el hombre, la obediencia al soberano, a la voluntad de todos vuelta voluntad de uno se convierte en el saber más útil para el ciudadano, por lo que su desconocimiento supone el castigo.         
En Spinoza el estado de naturaleza es también un estado artificioso y la razón no reviste un carácter meramente utilitario y realista, sino que forma parte de la inteligencia corporal que, entre el desconocimiento parcial de la potencia y la disposición a procurarse encuentros que alimenten su capacidad vincular y su necesidad de goce, debe generarse las mejores condiciones para que la vida en común potencie en lugar de entristecer o destruir. Y la posibilidad de la paz es del orden de la construcción política, compleja y conflictiva, antes que el momento tibio y distendido entre guerras inevitables. Por lo tanto, en Spinoza el Estado no puede justificarse por ese pasaje fundamental del peligroso caos del humano-canino al ordenado cosmos del ciudadano consciente (tanto de los peligros como de los contratos), sino que aparece como una forma relativa al autoconocimiento de la multitud, una prueba en el terreno de los encuentros, ya naturalmente artificiales, es decir, del orden del derecho natural que “a la vez que instituye y conserva al estado, lo amenaza -y de este modo lo preserva de cualquier usurpación-, precisamente por haber permanecido ‘incólume’”[12]
Es que la pregunta hobbesiana acerca de cómo evitar el desastre y la dominación generalizada de unos por otros, no contempla que la respuesta: “el Estado como dispositivo de concentración de la voluntad por delegación de sus ciudadanos, a costa de sus plenas libertades”, reinstala el desastre, pero esta vez de manera institucionalizada, con una carga de legitimación que complica aún más las cosas. ¿Qué pasa cuando los sistemas de gobierno entristecen más de lo que potencian? ¿Qué mecanismos o posibilidades tienen los ciudadanos ante la consolidación del principio de obediencia como pilar fundamental del Estado o ante la arbitrariedad sistemática de los gobiernos? En Spinoza la democracia absoluta es el nombre de la capacidad de autoinstitución de formas de la vida colectiva tendientes a incrementar su potencia, por parte de la multitud. Es una democracia inmanente que instituye en virtud de lo que puede y, al mismo tiempo, permanece abierta a la investigación de esa potencia. “Lo que Spinoza llama democracia es un trabajo, el trabajo por lo común (y, podríamos decir, por el comunismo), que nunca es algo dado sino un descubrimiento y una creación –el descubrimiento de que se trata siempre de una creación.[13]
11.

Toni Negri[14] piensa en una revolución de la multitud como instancia en que se rompe la creencia en la representación y emerge la posibilidad de una democracia radical. Es una lógica transicional plena, ya que la transición no es distinta al proceso, no es una etapa separable en la que cualquier tipo de acción estaría legitimada por la relación entre unos medios actuales y unos fines futuros. Por el contrario, el proceso tiene ya las características de esa democracia radical y su despliegue es la experimentación colectiva y el aprendizaje del autogobierno.
            Si, por un lado, el republicanismo da por cerrada cualquier discusión en torno a la democracia, ya que la fijeza de las instituciones en las que confía es la garantía de la libertad negociada de sus tutelados, por otra parte, la perspectiva revolucionaria de la izquierda ortodoxa se propuso la toma del poder del Estado para, transición  dictatorial mediante (Lenin), conformar una sociedad sin clases –aunque dividida en dos clases: el pueblo y el funcionariado público. En ambos casos el poder del pueblo está diferido  temporalmente, ya sea bajo la forma de las etapas evolutivas o bajo la idea del perfeccionamiento reformista, pero siempre alienado en una voluntad externa. El derecho civil, en tanto ius separado, y el andamiaje revolucionario reproducen modos de negación de la potencia de la multitud y su condición inventiva entendida como derecho natural.
            Toni Negri es un crítico de la homologación entre aparato jurídico y procesos sociales, ya que, según su planteo, la jurisprudencia y la institucionalidad deben acompañar la inmanencia de los procesos productivos y cooperativos, de los modos que la multitud libre y autónoma se da para la convivencia. Los cuerpos en lucha, trabajadores, ambientalistas, indígenas, minorías de todo tipo, trayectorias individuales, formas de relación no reconocibles, etc., abonan la multitud con sus marcas singulares y de ningún modo buscan ocupar el supuesto espacio vacío del comando, sino configurar otras formas de productividad vital y otras coordenadas para la organización. Negri no consiente la idea de una hegemonía vacía a ser completada por la cristalización de un conjunto de demandas; en todo caso, la multitud –figura de lo común y singular al mismo tiempo– hace hegemonía como cuerpo múltiple y abierto. Nunca es Uno acumulativo, ni siquiera Uno en tanto función vacía conveniente “estratégicamente” como instrumento de lucha. Por eso no hay en el Spinoza de Negri instrumentalidad de la política, sino variabilidad de los vínculos que producen (y son en) lo Común, cuerpos que experimentan lo que pueden en la excedencia producida con los otros. Finalmente, el capitalismo, que transforma el plus en beneficio, y la república liberal, guardiana de un equilibrio abstracto cuyo correlato es la dominación concreta, son formas de captura de los excedentes de vida, ya que, como dice poéticamente Simmel, la vida es siempre más-vida. “He ahí donde la inmanencia se afirma de manera fundamental y donde la estrategia de la cupiditas muestra la asimetría entre potentia y potestas, es decir, la irreductibilidad del desarrollo del deseo constituyente (social, colectivo) a la producción (también necesaria) de las normas de la organización y del comando. Ahora bien, es esta asimetría positiva, esta abundancia, esta excedencia de la potentia, lo que las teorías que quieren neutralizar la radicalidad transformadora del pensamiento de Spinoza deben cancelar: la perpetua excedencia de aquella razón liberadora que, a través de la imaginación, se construye entre el obrar de la cupiditas y la tensión de amor –en el borde del ser, construyendo la eternidad.”[15]
12.

            Las experiencias políticas no pueden ser evaluadas por su capacidad de saldar demandas inmediatas o reproducir procedimientos vigentes con los signos ideológicos que fueran. Así, el fracaso coyuntural del mayo francés se dice, simultáneamente, de una apertura de posibles que logró trascender incluso la caída del Muro. Del mismo modo, el 2001 argentino es el nombre de un conjunto muy heterogéneo y difícil de reducir a un solo plano, pero de ninguna manera representa el fracaso de la dispersión, sino la apertura a solidaridades entre experiencias diversas, más y menos autónomas. El problema de los coyunturalismos es su carácter meramente compensatorio, su conformidad con la reparación en el marco de lo políticamente pensable. Por eso, la radicalidad que recorre el planteo de Negri supone otro modo de percibir, una cierta disposición a lo impensable, suerte de estado paradójico de las fuerzas colectivas. Lo Común, más allá de lo privado (la vida social y el trabajo reducidos a la explotación más o menos regulada) y lo público (la cooptación jurídica y la Ley exterior a los procesos) está al mismo tiempo dado como condición ontológica, como potencia genérica en el sentido en que el propio Marx lo explicita, y ofrecido como apuesta política. No podría surgir de esos posibles una propuesta electoral, pero sí una invitación a pensar nuevas instituciones entre los actores de la multitud con sus propias dinámicas. Pero, paradoja obliga, pensar nueva institucionalidad requiere del desprejuicio y la valentía de habitar la fractura de la legalidad vigente.
            2001 es el nombre de nuestra pasión democrática en tanto es lo que quisiéramos repetir, pero no ya como lo que fue. Repetir de otro modo supone, al mismo tiempo, una hermenéutica como apuesta interpretativa que nos devuelve cambiados en relación a una experiencia histórica, y una praxis colectiva con sus matices y registros diversos. Si la gobernabilidad existente se forjó bajo la presión del 2001 y, en ese sentido, como plantea Claudio Lozano[16], se trata de un tipo de gobernabilidad inestable, las múltiples experiencias atravesadas por esa irrupción tampoco demuestran recorridos constantes ni homogéneos. Algunos sostienen que sólo un dispositivo gubernamental capaz de reunir las mejores semblanzas peronistas, con matices progresistas, garantizaría una orientación nacional favorable a los sectores populares, y el kirchnerismo es claramente su mejor exemplum. Sin embargo, nuestra incómoda pasión democrática nos fuerza a perseverar en la pregunta por otras condiciones de decisión colectiva, ya presentes en los barrios, en los movimientos y nuevas experiencias sociales y en tantos espacios bien poco identificables donde una suerte de “razón amorosa” sostiene la diferencia entre potentia y potestas siempre en favor de la potencia de lo Común.   
           
           



[1] Gherardo Colombo, Democracia; ed. Adriana Hidalgo, 2012, Buenos Aires. No obstante esa aseveración, en otra parte del libro se refiere a las virtudes de Internet para la vida democrática y pone como ejemplo de implementación en términos de reforma constitucional el caso de Islandia…
[2] Franco Berardi, “La forma neobarroca del poder” en Franco Berardi, Marco Jacquemet, Giancarlo Vitali, Telestreet. Máquina imaginativa no homologada; Ediciones de intervención cultural/ El Viejo Topo, 2004, España.
[3] Jean-Luc Nancy, La verdad de la democracia; Amorrortu, 2009, Buenos Aires.
[4] Karl Kraus, Contra los periodistas y otros contras; ed. Taurus, 1998, Madrid.
[5] Jacques Rancière, El odio a la democracia; editorial Amorrortu, 2007, Buenos Aires.
[6] Ibid. 4
[7] Ibidem 4
[8] Jorge Luis Borges, “Nuestro pobre individualismo” en Otras inquisiciones, ed. Alianza, 1997, Madrid.
[9] Si bien el PRO es el ejemplo más grosero de esa tendencia, a todos los actores políticos cabe una reflexión al respecto.
[10] Baruch de Spinoza, Tratado político; ed. Quadrata, 2005, Buenos Aires.
[11] Thomas Hobbes, Elementos filosóficos. Del ciudadano; ed. Hydra, 2010, Buenos Aires.
[12] Diego Tatián, “Spinoza y la cuestión democrática” en Toni Negri, Biocapitalismo. Seguido de Spinoza, otra potencia de actuar; ed. Quadrata, 2013, Buenos Aires (en prensa). Cita al final de la frase el propio Tatián: “Por lo que respecta a la política, la diferencia entre Hobbes y yo, sobre la cual me pregunta usted, consiste en que yo conservo siempre incólume el derecho natural (ego naturale Jus samper jartum tectum conservo), y en que yo defiendo que, en cualquier Estado, al magistrado supremo no le compete más derecho sobre los súbditos que el que le corresponde a la potestad con que él supera al súbdito, lo cual sucede siempre en el estado natural” (Carta de Spinoza a Jarig Jelles, 2 de junio de 1674).
[13] Ibid 10
[14] Toni Negri, Michael Hardt, Comune. Oltre il privato e il pubblico; ed. Rizzoli, 2010, Milán.
[15] Toni Negri, “Spinoza, otra potencia de actuar” en Toni Negri, Biocapitalismo. Seguido de Spinoza, otra potencia de actuar; ed. Quadrata, 2013, Buenos Aires (en prensa). La cupiditas aparece en el conocido libro de Toni Negri sobre Spinoza La anomalía salvaje…, como “síntesis humana del ‘conatus’ físico y de la ‘potentia’ del alma”, es pura productividad positiva como tensión expuesta, antes que como posibilidad hipotética. Esta máquina de producción de subjetividad es en Toni Negri del orden de la razón amorosa.
[16] No es casualidad que del mismo espacio que se plantea la cuestión de la “gobernabilidad inestable”, surge la invitación a pensar mecanismos de democracia participativa o formas directas y semi-directas de decisión popular. Desde la Constituyente Social se asume la condición “inestable” descripta por Lozano, como posibilidad de gestación de nuevas instancias de decisión, aprovechando el agotamiento de las viejas estructuras partidarias. En ese sentido, la institucionalidad vigente es un espacio a disputar e incorporar (casi en términos de transición) a formas nuevas de democracia participativa directa.